ANTINOMIA

Una hora de sol lo hacía pasar

del color del jazmín al de la miel.

 

MARGUERITE YOURCENAR

 

 

 

LA NAVE SIGILOSA

 

Cuando el emperador posó una cadenciosa

mano de oro, un círculo de anillos

mitológicos sobre su cabeza, Antínoo

sintió en los párpados el peso de las aves

y sonriendo levemente al eje ineludible

de los astros perdió la mirada

en la calina dilatada del horizonte.

El Nilo corría lento y pardo sembrando

de islas la marisma, mientras en Delfos

el oráculo inclinaba sus oscuros presagios

hacia la nave que, sigilosa,

surcando iba sin prisas la provincia.

Una brisa de fuego empujaba su vela

discoide y al son punzante de los remos

el destino perfumaba el aire con el denso

aroma de la adelfa rosa o blanca.

Sumisas, polvorientas, lograban deslizarse

río abajo las márgenes rojas, cuarteadas.

En la orilla oculta, la palma ardiente

del desierto mostraba un tatuado

jeroglífico: la línea tortuosa del amor,

la órbita elíptica de la muerte, el punto

exacto donde eclipsan el sol y la luna.

 

 

 

LECTURA DEL AGUA

 

Cerca del Mediodía casi rozan la bóveda.

Reflejado en las aguas, el cuello de Antínoo

se yergue del cieno como una joven planta

abandonada al devenir de la corriente.

Las ondas distorsionan el óvalo perfecto

de sus miembros, desdibujan su rostro

al chocar contra el flanco de la nave.

Nadando a la deriva algún pez solitario

traspasa el caracol sedoso de los pómulos

y penetra en su boca con un beso de escamas.

Cansado del inocente juego, el muchacho

abandona la borda y decide ir a tumbarse

bajo el toldo. Aprieta el calor los muslos,

invita a penetrar las estancias del sueño

el compás monótono del barco. Dócilmente

el pecho de Antínoo comienza a abandonarse

al balanceo, sube y baja a la par

que la nave, terso y manso como la piel

del Nilo. Su respiración acompaña

el zumbido dulzón de las libélulas

y, ajeno por completo a los auspicios,

sueña ver en el río reflejada otra boca

que no es la de su dueño. Desde la hamaca

sus ojos no distinguen entre el fango

las crueles hojas de los alfanjes.

 

 

 

MEDIODÍA PERFECTO

 

Mediodía perfecto en Egipto. Antínoo duerme.

Diríase barbilampiño, algo rubio de sienes,

hábilmente depiladas sus piernas para hacer

más lenta y reiterada la caricia de Adriano.

Su cuerpo, apenas un botón de miel salvaje,

un cervatillo de oro bajo la faz del sol.

Entre los cuernos de Isis observó Ra

su belleza. Viera tan sereno y soberbio

adversario dulcemente dormido a la sombra,

que su celo desgarró la lona del toldo,

la cúpula sofocante del aire, quemando

con un rayo el ánade tibio de su pecho.

Quedaron a un costado, mudos, desencajados,

los ojos de Adriano, tristes como yeguas

que ahuyentar quisieran la muerte del amigo.

 

 

 

RESPONSO

 

Oh ritual mortaja, purpúrea tez de exequias

que a los cuencos ojos de Adriano diste vida,

acerca tu rosa espina al labio en luto

y escucha, terriblemente bello y tan distante,

la plegaria que elevan sus labios,

como si pudiera su aliento ser capaz

de insuflarte llama de amor en la llave

del pecho, replicar a los dioses

o devolverle al mundo la palabra.

Apenas ayer diana de sangre eras

para el vuelo de la flecha, joven lanza

sin brazo dirigida. Descansa hoy

adornado como un barco a punto de zarpar

hacia el misterio, limpio de dolor,

blanco hueso de jazmín bajo el túmulo.

 

 

 

EPITAFIO

 

El emperador posa en sus labios los suyos

resecos por la fiebre. Nunca Adriano

ha besado con tanta pasión y sufrimiento.

Ciertamente se le parece este rostro

de mármol blanco, casi perfecto, labrado

con mimo por los dedos del artista,

facciones tantas veces acariciadas

por quien tanto las amó en vida,

recordadas aún más bellas en la memoria,

fuera del tiempo y de lo humano,

lejos de todo posible eclipse.