CARLOS MORALES

 

EN TORNO A MERCEDES ESCOLANO 

 

 

          A pesar de que han transcurrido casi veinticinco años, todavía sigo tomando en mis manos los poemas de Las Bacantes, de Mercedes Escolano, con el mismo pudor con que se vuelve la cabeza ante el brillo largamente inesperado de un camafeo antiguo colgado del cuello de una mujer que danzara en medio de la noche. El libro cayó sobre mi cama el 4 de noviembre de 1982, cuando no era más que un original escrito a máquina que acababa de alzarse por segunda vez con un premio literario convocado -tiene su ironía- por una institución religiosa de ámbito internacional, y estuvo durante mucho tiempo en mi mesita de noche -al lado de esas Palabras de tierra y vino que El Toro de Barro me acababa de editar-, como un ejemplo lacerante y vivo de todo aquello que hubiera podido escribir de no haber claudicado ante los dioses hermosos que se agitaban por doquier en la poesía culta y vanguardista de mi maestro y amigo Carlos de la Rica, al que admiraba entonces con un cariño extremo que ya no cesaría nunca.

 

          Ignorante entonces de la cruz marcada en mi cuaderno de bitácora, tomé una de esas repentinas decisiones que son las que convierten el destino de un hombre en algo más que en el silbido de un dios menor, y me subí a uno de esos trenes vetustos y lentísimos que ofrecían camarotes forrados de madera y fotografías en blanco y negro de tiempos y ciudades que ya nunca me sería dado conocer. Once horas después, me hallaba en Cádiz frente a la joven autora de aquel manuscrito que se había convertido en mi obsesión. La reconocí de inmediato en aquel andén de provincias por sus aretes de plata y –sobre todo– por ese guante solo que llevaba delicadamente puesto en una de sus manos. Las bacantes salieron pocos meses después, allá en 1984 y casi al mismo tiempo que mi pretencioso S, después de discutidos y corregidos ambos en algo parecido a una guerra de amor entre el aire y su llama.

 

          Es verdad que sus páginas llevaron a Mercedes Escolano a ser recogida en aquella antología que la editorial Hiperión, bajo el título de Las Diosas Blancas y de la mano de Ramón Buenaventura y Jesús Munárriz, instaló a un buen grupo de mujeres en el firmamento de la poesía española de los años ochenta; pero también lo es que muchos de sus registros acabaron indisponiéndola frente a los grandes teóricos de esa gigantesca oleada rehumanizadora que se hizo entonces con la representación generacional de los poetas que, a comienzos de la década, empezaron a sacar la cabeza de la caja. Lo que algunos grandes críticos literarios entendieron en su día como una distracción retórica y poco afortunada que suele ser propia de quienes acaban de nacer antes de tiempo, sigue constituyendo para mí lo que distinguió a Mercedes Escolano de esa marabunta de epígonos a que dio lugar en España esa mal llamada "poesía de la experiencia" que, bajo los estandartes del verismo urbano y voluntariosamente realista, pretendió devolver a las masas de un tiempo históricamente concreto como el de aquellos primeros años de recién descubierta democracia precisamente algo que, como la poesía –de ser auténtica– nunca se supo acomodar a ningún reloj de arena.

 

          Y es que, aunque Mercedes Escolano lo convirtió en la imagen por excelencia del poder absoluto naufragado en la experiencia amorosa, la sola evocación de un dios griego como Poseidón y su utilización, por otro lado, como un modo de liberar dicha experiencia del peso de ese tiempo al que –presuntamente– la autora se debía, constituía –para los partidarios de la realidad– un doble pecado literario que ligaba su poesía al culturalismo que había caracterizado a esa generación precedente que se estaba procurando arrojar a galeras. ¿Cómo admitir entre los justos a quien, además, había consentido con sus juegos de lenguaje en debilitar el poder comunicador de la composición poética, dilapidando la complicidad de los lectores a los que la nueva poesía intentaba recuperar?

 

          La autora cometió –incluso– la insolencia de perseverar en ello en una buena parte de su obra posterior. El mar –y todo cuanto le rodea– se erigió en Felina calma y oleaje (1986) en el principal argumento simbólico con que la escritora quiso integrar su propia experiencia amorosa en el viejo drama universal del mito de Eros y de Anteros: la destrucción y la creación, el erotismo y la perversidad, el drama del amor, y de la vida, y de la muerte. Aunque en Islas perdió los lujos barrocos de otro tiempo para instalarse en la más absoluta desnudez de lenguaje y en la levedad más pura, ese “mar” voluptuoso siguió estando presente en sus poemas, aunque ya no como la metáfora del combate amoroso sino como el escenario de una soledad irreparable. Y se alejó un poco más de la estética dominante cuando, en sus inolvidables Estelas, utilizó todo el poder evocador de una Roma reducida a escombros tras el paso de la muerte, para resucitar con la delicada y sobria precisión de sus versos las ambiciones, las debilidades y los sueños de los hombres y mujeres que fueron de otro tiempo pero que, en manos de su autora, nos son tan familiares que su sola evocación nos sobrecoge…

 

          Sin embargo, en la segunda mitad de la década de los ochenta, Mercedes Escolano decidió arrojar por la borda precisamente aquello que más la había distinguido entre los escritores de su generación y achicar los espacios que la separaban de las corrientes estéticas ligadas al verismo urbano, entonces ya dominantes en la poesía española. Escritos en aquellos tiempos –aunque publicados muchos años después– los poemas de Malos tiempos no fueron producto de una transición gradual hacia un nuevo posicionamiento literario sino la consecuencia de una ruptura absoluta y radical con todo cuanto fue. En muchos de aquellos poemas, los signos simbólicos universalizadores desaparecieron para dejar paso a una escritura sin aristas vinculada única y exclusivamente a la decepción emocional de individuos presos del aquí y del ahora. Armada de una aplastante armonía, su poesía se alejó por completo de cualquier juego lingüístico que pudiera reducir la comunicabilidad del poema, y sus imágenes no tendrían ya como objetivo alzar un mundo distinto, sino reproducir el que había y buscar complicidades. Del amor concebido como entrega absoluta, desmedida y salvaje (que encontró –por ejemplo– en el mar que envuelve a la quilla que lo rompe, la mejor de sus metáforas), se pasó a los moteles de carretera, a los bares penumbrosos donde cazan los tigres y a las medias olvidadas en un hotel cualquiera de una ciudad de provincias. Su emblemático No amarás, editado en el año 2001, no vino a ser solo la consumación estética –y ya plenamente madura– de aquella transformación, sino la aceptación espiritual de que, tras la efusión del amor, la orfandad es lo único que queda.

 

          Uno ignora a estas alturas el peso que la propia Mercedes Escolano ha dado a cada uno de sus poemarios en la antología general que le ha dedicado el Ayuntamiento de Málaga con el título de Juegos reunidos (1984-2004), y que todavía no he tenido la oportunidad de leer, como sin duda la pasará a ninguno de sus lectores, entre quienes me cuento. Pero más allá de sus propias percepciones, me atrevo a decir –como un lector tranquilo que ha aprendido a torear las cuernas de la melancolía– que el conjunto de su obra literaria escenifica con diafanidad los dos polos opuestos entre los que se ha venido debatiendo la mejor poesía española de los últimos veinticinco años, en un combate inútil contra lo mejor de sí misma…

 

(Este artículo fue publicado en www.eltorodebarro.blogspot.com en 2006)