MERCEDES ESCOLANO
EL ESCRITOR Y LOS LIBROS
Una vez leí unas hermosísimas palabras de Sophia de Mello Breyner. Decía la poeta portuguesa: “Porque pertenezco a la estirpe de aquellos que recorren el laberinto sin perder nunca el hilo de lino de la palabra”. Todo escritor conoce laberintos privados a los que llama Literatura, y que recorre con miedo, con pasión, con desasosiego, con la turbación propia de un adolescente. Y es que cuando la Literatura seduce, uno descubre cuán ingenuo es; qué poca habilidad tiene para utilizar sus armas, engañar y defenderse; con qué torpeza y falta de gracia deambula de acá para allá, queriendo emular a los grandes escritores, aquellos que nos enseñaron cómo prender fuego frotando unas palabras con otras, haciendo saltar la chispa, la energía, el calor, el ingenio.
No sólo la Literatura está hecha de laberintos. La vida, en sí, es complicada y traidora como un laberinto en el que nos internamos día a día, sin saber qué recovecos nos esperan, qué curvas engañosas, qué trágica solución, qué interrogantes. Y todo aquello que vivimos tarde o temprano pasa a los libros. Un libro se convierte, por tanto, en un anaquel de vivencias, en el cajón de sastre en que mezclamos realidades y deseos, en la pátina oscura que ha ido dejando el tiempo.
Imaginemos un álbum de vidas. El escritor recorta, acá y allá, fragmentos que le interesan y los mezcla a su antojo. Cada uno de esos fragmentos nos habla de la realidad pero, por sí solos, no son reales. El resultado es una fantasiosa mezcla que agita nuestro espíritu, provocando sensaciones diversas. El escritor coge sus tijeras perversas y juguetea, rehaciendo el mundo a su capricho, sugiriéndonos una nueva manera de ver.
Adentrarse en un libro significa, como lector, penetrar en un territorio desconocido, estar abierto a la sorpresa, aguzar los sentidos y ser capaz de captar movimientos en la oscuridad, intuir más que ver, perseguir y ser perseguido. Significa ir buscando las pistas que te conduzcan al minotauro, acercarse, rodearlo buscando el momento del encuentro. Pero el escritor conoce las trampas que ha ido dejando a sus lectores, los ve avanzar –con miedo al principio, luego con más soltura– , les ciega el camino o lo allana si resulta demasiado escarpado, los vigila sin tregua y decide desviarlos con crueldad si están a punto de alcanzar la salida del laberinto. Lector y escritor juegan a desafiarse mutuamente. Entre ambos se halla el hilo sutil de Ariadna, el hilo de la palabra, a veces tenso y vibrante, a veces exangüe.
Lo importante es no romper el hilo, ser capaz de llegar al corazón del libro. Como escritor, uno se pasa la vida deseando tener (o llegar a tener en el futuro, como decía Luis Cernuda en un poema) lectores inteligentes, que capten los mínimos matices, los fragmentos del álbum y descodifiquen el mensaje que, más que decir, sugeríamos; como lector, uno sueña ser capaz de acercarse al creador del fuego, de rozar una llama y retener su calor sagrado.
Un libro es el soporte que hace posible un incendio.
Un libro es la selva donde el cazador persigue metáforas, es decir, mariposas que antes fueron orugas.
Un libro es la saliva que Ariadna ha desplegado para llegar a Teseo.
Un libro es un juguete para aplazar la muerte.
Un libro es la misteriosa lámpara de Aladino, preñada de deseos, que con sólo frotarla nos arrastra a un mundo misterioso, más allá de lo cotidiano, de la fea y vulgar realidad que nos rodea.
Un libro es la caja de Pandora.
Un libro es el loto mágico que hace olvidar al que lo come, el loto que devora la memoria y te ofrece ilusorias páginas en blanco de felicidad.
Un libro es el laboratorio donde los escritores ensayan fórmulas secretas, mezclando vida y palabras, a modo de alquimistas.
Un libro es la playa donde llegan todos los náufragos, el punto donde convergen las mareas que los han arrastrado.
Un libro es un trozo ilegible de papiro, abandonado en las arenas del desierto; siglos más tarde, alguien paciente y lúcido descifrará el mensaje.
Un libro es la respuesta, pero también un cúmulo de nuevas preguntas.
A veces me han preguntado para qué escribo, por qué escribo, para quién escribo; o sea, finalidad, causa y destinatario. Sabemos que las preguntas más simples suelen ser las más complejas, aquéllas que nos tocan en lo más profundo. Un poema de Alejandra Pizarnik dice:
“Había que escribir sin para qué, sin para quién.
Hay que salvar, no a la flor, sino a las palabras.
El poema es espacio y hiere.”
Siempre he dicho que escribo para mí, para poner en orden el fondo del armario. Todo estaba allí y todo adquiere sentido al ser recolocado en la página blanca. Publicar significa nuevas recolocaciones, y esta vez definitivas, ya que raras veces son posibles segundas ediciones. Después de largos meses o años de trabajo minucioso llega el momento final, el de ordenar los folios y coserlos para enviarlos a un concurso literario o a un posible editor. Con suerte, más tarde llegan las galeradas y esa nueva angustia de que persistan las erratas pese a que hemos repasado una y otra vez el texto. Meses después, por fin nos envían el paquete esperado. Lo abrimos con emoción y desasosiego, deseando conocer el color de la portada, la letra elegida, la textura del papel, su olor peculiar... y no siempre resulta alentador. Allí están las temidas erratas, riéndose de nosotros, o bien el papel nos parece poco elegante, o caemos en la cuenta de que no han dejado páginas de respeto, o la cubierta no está plastificada, con lo que ese bello tono marfil pronto será un sucio ocre. ¿Y qué decir de la disposición del libro? El impresor se ha comido los espacios en blanco entre estrofa y estrofa, o por ahorrar papel ha optado por unos márgenes ridículos que asfixian el texto, o ha eliminado el índice... Y aún tienes que dar las gracias si la portada es medianamente digna, porque hay mucho diseñador cateto que puede amargarte de por vida con un toque “original”.
Este rosario de angustias no termina ahí: la tirada es pequeña, las reseñas prometidas no terminan de aparecer en los periódicos o la revista literaria de moda, el librero coloca tu libro en un estante perdido –el estante de poesía siempre suele serlo–, se venden pocos ejemplares, acude poca gente a la presentación y pocos te escriben para agradecerte el envío, entre otras desgracias. Y sin embargo, pese a todo esto, algo te impulsa a preparar un nuevo libro, a iniciar de nuevo el ciclo de sufrimientos. El pobre Luis Cernuda (tan elogiado ahora que se cumple su centenario) pasó toda su vida con la espina clavada de haber sido ninguneado por la crítica, siempre a la espera del éxito, de la palabra amable, del lector atento, del reconocimiento literario. Otros tienen más suerte, y brillan como radiantes estrellas jóvenes aun cuando han superado largamente la juventud. Hay quien jamás alcanza el éxito y daría su alma por unas migajas, y quien deja que le rebose, menospreciándolo. Hay quien suspira por un insignificante premio de barrio, y quien no se consuela más que con el Nobel. Hay quien confiesa ser totalmente feliz con su tirada de quinientos ejemplares, y quien vive amargado porque sólo se han vendido diez mil ejemplares de los quince mil previstos.
Benjamin Franklin dijo una frase que hemos olvidado: “Jamás hubo una buena guerra ni una mala paz”. También se dice que no hay malos libros, pero yo conozco un buen puñado de libros malísimos, aunque reconozca que en todos se aprende algo. La mediocridad no es precisamente lo que asusta; asusta lo brillante, lo genial, lo extraordinario, lo exquisito, en la misma medida en que apasiona. Libros apasionantes existen pocos, y todos conocemos las luchas por “canonizarlos”. Tengamos en cuenta que sólo en lengua castellana el pasado año se publicaron más de sesenta mil títulos (¡más de mil títulos a la semana!): miles y miles de libros peleándose por un hueco en la mesa de novedades o en el escaparate de una librería, y de entre esos miles de títulos sólo unos pocos extraordinarios, cuyo perfume se hace inolvidable. Ése es el sueño de todo escritor: que su libro entre en el club más selecto, que se codee con la crema de la Literatura sin vergüenza ni sentimiento de inferioridad.
Recuerdo a un amigo que vino una tarde a casa. Estuvo curioseando las estanterías, hojeando muchos libros, observando el orden en que los había dispuesto, y finalmente me preguntó por qué mis libros –los de Mercedes Escolano– no estaban en el estante de la “E”, al lado de los de T. S. Eliot y Odiseas Elytis. Por pudor, le dije. Le confesé que escondo mis libros en un cajón, fuera de la vista, compartiendo espacio con mis diarios y correspondencia; es decir, entre los secretos.
La mayor pesadilla de un libro es no tener ningún lector. Aunque parezca mentira, basta un lector, un solo lector, para dar sentido a la aventura de un libro. ¿Cuántos no han sentido la tentación de editar bellamente sus textos, cuántos no han soñado publicar un solo ejemplar y finalmente les ha vencido la vanidad, el deseo de ser admirado por los lectores?
Cada escritor es un mundo lleno de recovecos y sorpresas. Sus libros nos informan de un trasfondo personal, como si cada página hubiese filtrado pensamientos, sensaciones, vivencias, sentimientos. El escritor termina esfumándose y sólo permanece lo escrito en el papel, a medias entre la fantasía y la realidad.
Escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo... son esos tópicos que se repiten. Creo que lo más digno, hoy por hoy, si se quiere echar raíces, es plantar un árbol, que buena falta le hace al planeta. Lo malo es plantar el árbol y que luego venga un tipo a talarlo para hacer papel para no sé qué estúpido libro de poesía, de ésos que nadie lee.
Cádiz, 18 Septiembre 2002
EL LECTOR PERFECTO
Soñamos con un lector perfecto.
superior a nosotros.
Mejor aún que la propia lectura
de nosotros mismos.
Para él escribimos,
aunque no exista.
No podemos dejar de sentir
que se esconde detrás de ese silencio
que arrastran las palabras
como una túnica partida.
Quizá si persistimos
en este oficio desolado
de elevar torres sin andamio,
el lector que no existe
despierte de una vez
allí donde el lector
ya no es necesario,
porque al final toda lectura se lee
sola.
ROBERTO JUARROZ
Decimocuarta poesía vertical