Y quizá no hay más novedad que las nuevas,
y a veces escandalosas,
combinaciones de la tradición.
CARLOS FUENTES
ESTELAS
I
Viajero que llegas de otras tierras
y pasas al lado de mi tumba,
detén tu litera y mira un breve instante
el mensaje que ha grabado el pedrero:
cuanto atesoré en vida quedó entre vivos,
la hierba que me cubre es toda mi riqueza.
II
Yace aquí la juventud de Antonia.
Vivió para amar al joven Nibes.
Sus pechos fueron flores de loto
que duran lo que un verano ebrio.
III
Alba Minor, de la familia Flavia,
a la edad de trece años y un día.
Sus padres, sus hermanos la recuerdan
jugando en el estanque de las ranas.
IV
Quien lloró de amor por una mujer,
llore conmigo sobre esta tierra ingrata.
Extranjero fui en su corazón,
extranjero lejos de mi patria.
Dos dolores para un mismo pecho.
V
Bajo esta lápida, mi esposo
Draco purga sus pecados.
Amó más de cuanto los dioses
permiten amar a los mortales.
Sus huesos te agradecen
una oración por su descanso.
VI
Pese a los artificios que la cosmética
prestó a mi rostro, la edad
venció a los afeites más sabios.
He aquí la primera lección de la vida:
ofrecer a la muerte cuanto tienes
como a un distinguido huésped,
sin tratar de engañar su presencia.
VII
El muchacho que aspiraba a dominar
el orbe, aquí yace desnudo.
Su espada fue enmoheciéndose con humus
y hoy sólo serviría de vulgar chatarra.
VIII
Con placer bebí vino endulzado con miel
y sacié a cuantos hombres sedientos
llegaron a mi lecho. Los dioses
han sido benévolos con Marco Plinio
concediéndole el más bello regalo:
dulce muerte en brazos de su amante.
IX
¿Qué fue de mi esposa y mis hijos?
¿Qué se hizo de mi villa y riquezas?
Desde este nicho angosto, sólo
el silencio y la noche me pertenecen.
Tanto desierto para un hombre solo.
X
Caronte cogió la moneda colocada
en mis labios. No debió parecerle
oro suficiente para el largo viaje.
Por un momento temí que el viejo avaro
se negara a remar por tal miseria.
XI
Aprovecha, Julia, los dones generosos
que la naturaleza te brinda. Los labios
que ayer te besaban con pasión y esmero,
hoy son flores del campo y el viento
las besa y marchita a su antojo.
XII
En vida, mi gentil pecho llevó tatuado
un nombre de mujer, más indelebles
sus sílabas cuanto más pronunciadas.
Murió el amor y su fantasma quedó
aferrado a mis huesos. Me pregunto
qué será del tatuaje cuando en polvo
finalmente mis huesos se conviertan.
XIII
Aquel cuerpo que los dioses raptaron
en juventud, yace entre los lirios
del monte Ida. Su pecho, un pétalo
demasiado casto. Por no dejarse amar,
junio amortaja su virtuoso talle.
XIV
Bajo el tambor de la batalla cayó
mi cuerpo herido y con las pompas
propias de un héroe fui enterrado.
Mas mi espíritu aguarda, despierto,
a que suene la flauta de Dioniso.
XV
Coronado de rosas y jazmines,
bajo el sol radiante de agosto,
la blancura del mármol juega
a imitar la nieve perpetua
de tus labios. Entre el invierno
y el estío hay una estación
–la añoranza– aún más dolorosa.
XVI
Si la muerte se asoma a mis ojos
a beberme la niña oscura
e igual que una paloma acude
volando al columbario en sombra,
no le deis, no, zumo de naranja;
amargos, tal vez, los gajos,
no así mis ojos. Lirios de azúcar,
tiemblan si un ave se posa en ellos.
Cuánto más no temblarán de amor
con el ala tibia del cuervo.
XVII
Mi pequeña y adorable Marcia,
la más dulce de mis hijas.
El viento de enero la raptó
convirtiéndola en nube.
XVIII
Marco Sileno, veintidós años.
Los dioses sacrifican a quien,
demasiado lejos de ser humano,
no alcanza la condición de dios.
XIX
Mi mano izquierda conoció el placer.
Mi mano derecha detentó la sabiduría.
Cuerpo e inteligencia, hoy dormís
de la mano como esposos serenos
cuando, en vida, os peleabais a muerte.
XX
En el huerto de Ismeno,
bajo la higuera florida,
yace una espada cruenta.
Tal es la suerte que corren
en Urk los primogénitos.
XXI
Aprendí de los libros cuanto ellos
quisieron enseñarme. El resto
escrito estaba en las orillas
del mar: flujo y reflujo constante,
sólo la muerte explica la vida.
XXII
Yo, que he sobrevivido a cien lanzas
y he hecho temblar el vientre
del desierto con uno solo de mis carros,
perdí ante tus ojos mi última batalla.
Ser cobarde en amor equivale a estar muerto.
XXIII
Las raíces de flores silvestres,
la renuncia a los rayos dorados del alba,
la filtrada humedad de la lluvia,
éste es el reino que puedo ofrecerte.
XXIV
De la noche aprendí el precio de la luz.
De los libros, la luz sin precio
para el hombre. De la noche y los libros
le vienen al hombre no pequeños placeres.
XXV
Sacié mi apetito en los montes, mi sed
en un vado del río, mi sueño a la sombra
de un sauce. Sólo tú, en cuyo vientre soñaba
ver crecer a mi hijo, me negaste la vida
y con ella la paz que ansía el durmiente.
XXVI
El azar puso un río entre mi nombre y yo.
Su orilla incesante fue lamiendo las letras
hasta borrar del todo mi nombre y la sombra
de mi nombre. Ésta que aquí ves, viajero,
anónima e ignota, es la tumba que un día
el azar me asignó con su dedo de agua.
XXVII
La arena del desierto no bastaría
para medir mi desesperación.
El tiempo de los muertos se alarga
en mi cerebro –móvil elipse–
como una duna elástica y obscena.
XXVIII
Destino se llama la curva de la muerte,
breve como la cintura de una muchacha.
De día, mi cuerpo soporta el peso
de la rosa. De noche, las sombras
se abalanzan con sus pétalos desnudos.
XXIX
Marulino, el contador de estrellas,
bajo el cielo cuajado de mayo.
El ojo del toro vigila su sueño,
su negra testuz lo amortaja.
XXX
Desde antiguo haber sentido el mármol,
su pulso cimbreante por mi sangre;
haber pronunciado mármol con lengua
vivaz, flexible, adiestrada;
haber sentido y pronunciado el frío
de la palabra mármol, de la sustancia
mármol, intuyendo el caos que se avecina.
XXXI
El gato arañó las paredes de mi pecho
hasta oír el maullido de su sangre.
Tarde o temprano a la muerte
le responde el eco del amor.
XXXII
Que los dioses me conduzcan de la mano
al reino prometido. Que mis párpados
se cierren al unísono entre sus dedos.
Paz para mi tumba, Elio Galbo,
ahora que por fin me has derrotado.
XXXIII
Dentro de mil mañanas, Plinio,
pertenecerás de nuevo al barro,
la infancia se habrá apoderado de ti
y sólo fantasías te robarán el sueño.
XXXIV
Sólo el arpa de Níobe puede darme paz.
Sólo los ojos de Níobe, dulce descanso.
Sólo sus labios, un paraíso eterno.
Sin Níobe, ¿cómo conciliar el sueño?
Buscadla, amigos, y traedla a mi lado,
noche y día quiero besar a Níobe.
XXXV
El tiempo que los mármoles arruina
se apiade de mi nombre. Tiberio Cayo,
cónsul de Roma en tiempos difíciles.
Borrada la historia, la leyenda
embellece con creces los actos humanos,
hace olvidar lo ruin y miserable
de esta absurda carrera política.
XXXVI
Más acá del azar y de la muerte,
mi mano pequeña y solitaria.
Más allá de la muerte y el azar,
mi mano enredándose en la tuya.
XXXVII
De la vigilia al sueño y viceversa.
Agotado del viaje, insatisfecho,
regreso sin haber tocado fondo.
XXXVIII
Nadie tiene el valor de ser el hombre
con quien los dioses sueñan. A lo sumo,
la sombra de un dios menor,
obediente en todo a sus mandatos,
incapaz de levantarle espada.
XXXIX
Júpiter, que da y quita los bienes
a voluntad, quiso concederme
días agradables: buenos libros,
amistades sencillas y tranquilos
días en el campo, alejado de la turba
y el bullicio indómito de Roma.
XL
Concluyó tu tiempo, amigo Licio.
Atrás dejaste suntuosos banquetes,
muchachas gozadas en los cinco días
de Minerva, mantos teñidos con púrpura
africana, vinos de Falerno perfumados,
dinero y vicio en abundancia. Plutón,
que no se deja ablandar con oro,
siega por igual a grandes y pequeños.
Es hora de partir, no siempre a la copa
le gusta estar posada en los mismos labios.
Deja que otros más jóvenes disfruten
el vino que dejaste en la bodega.
XLI
Arribaré donde el viento me lleve,
cualquier costa idónea será. Cambiantes
son las olas marinas mas no mi ánimo.
Cambiantes los vientos, no así mi Norte.
XLII
El cuerno de la abundancia volcó sobre mí
su alegre estrépito. Gasté sin medida
comprando cuanto puede ofrecer el dinero.
Tarde supe aprender a distinguir
al simple adulador del verdadero amigo.
Devolvedme, oh dioses, mi antigua pobreza;
no teniendo nada, todo creí tener.
XLIII
¿Hasta cuándo, sangre, esta inercia,
esta página errada de mi vida?
Ningún dios se atreve a enderezar
el envés inexorable de este crimen.
XLIV
¿De qué le sirve al hombre un jardín con rosas
o el canto del ruiseñor oculto entre las ramas
si no puede estrechar la breve cintura
de la mujer que ama entre sus brazos?
Corazón mío, por si despiertas,
pongo en tu almohada canela y miel.
XLV
Como quien se resigna a la humilde tarea
–más vil a medida que pasan los años–
de esculpir en la piedra con diaria desidia
un hermoso epitafio dedicado a sí mismo.
Murió poco antes de dar fin a la estela,
dejando inconclusa la razón de su vida.
Descanse en paz. La tierra le sea leve.
SOLDADO RASO
SOLDADO RASO
En la penumbra se oye un sordo chocar de vasos
más débil a medida que avanza el ejército enemigo.
Amparados por las sombras algunos escapan
hacia el monte, prefiriendo las fauces del lobo,
el duro pelaje del la nieve y la maleza.
Junto al muslo de Herocles su espada dormita
con el rostro hacia tierra, bien limada y brillante.
Van apagándose las últimas candelas y el campamento
ciñe en torno al cuerpo su capote.
Con las primeras luces, a la par que el rocío,
caerá el invasor sobre el valle arrasando a su paso
la comarca, sus tropas a ras de la neblina.
Fuego y coraje insuflará a los miembros helados
el olor repentino de la sangre, el choque
estremecido de las lanzas, cuerpo a cuerpo.
Nerviosos piafan los caballos.
Nadie duerme esta noche ni sueña
–tan cruenta es la certeza que a todos amilana–
con parajes remotos ni adorables mujeres.
Perdida la esperanza de salir con vida, roto el ánimo,
Herocles prefiere emborracharse antes de la contienda.
Altivo avanzará a ritmo de tambores,
erguidos el pulso y la espada, aunque su entraña
ruja de dolor por no haber vivido suficiente
para abrazar en primavera al hijo primogénito.
Esta noche, cada uva vale su peso en sangre,
cada uva un oasis en la garganta del soldado raso.
OCTAVIA DE GADES
Amor en la palma de la mano, húmedo y turgente,
reciclado en la inquieta cámara del muslo,
rumoroso en la axila, torpe con las palabras,
apretado turbante ceñido a mi apetito. Crujiente
y niño por mis pies, mancebo en la rodilla,
pierna arriba, cielo arriba, dios maduro.
Caerá la noche con su peine de plata
dispuesta a desatarme las trenzas, la ternura.
Más me valiera morir al hilo de sus púas
que sufrir la madrugada oyendo el insistente
jadeo del mar contra mi orilla; morir de perfil
igual que las monedas, el gesto firme y el honor
en alto, como una digna patricia romana.
AQUELAO
A Juvenal Soto
Si ayer frescor de río te ofreció mi cintura
y en su estrecho cauce encontraste deleite,
deja, Aquelao, que esta noche me tienda
de nuevo a tu costado. Entreabierta la lona,
juntos podremos mirar desde el lecho
el lento deslizarse de los astros.
No temen mis párpados el roce de tu espada.
Esclava de nacimiento, con sangre ajena
he ocupado los días más tiernos de la infancia.
¿Qué sangre podría hoy detenerme, qué sangre
apartarme de ti tras el combate? Cuando herido,
mi lengua fue lamiendo tu orgullo lastimado.
Ahora que el estío avanza y los grillos
preparan su celoso amor, el cielo difumina
la campiña y suaviza el contorno de los montes.
En sus tiendas, los soldados afilan sus armas
o se juegan las últimas monedas,
eufóricos por el vino y el calor de la noche.
Tienes catorce años, catorce años
y toda la Macedonia doblegada a tus pies.
Mensajeros regresan portando un oráculo
aciago, mas no vemos dolor alguno en tu rostro.
Antes que venza el otoño y los soldados
regresen cansados a sus casas, la muerte
pondrá flores de adelfa y barquillos de miel
en tus labios para que vengan a libar
en ellos los insectos, engarzará a tu pelo
un hibisco de abiertos estambres y bajo tu nuca
un buen puñado de mullida hierba colocará
con la misma ternura con que pongo mi brazo.
JULIA ESPERA, ENCINTA, LAS PRIMERAS LLUVIAS
A María Victoria Atencia
La pendiente se comba con el sopor de junio
y la yerba reseca se ajusta a la chicharra.
Silenciosa, a la sombra del portal encalado,
sumisamente aguarda el frescor de la tarde.
Se entretiene tejiendo con sus dedos un puente
de recuerdos que nadan de una orilla a la otra
y si en la débil corriente acaso una rama
se entrecruza en el cauce y adelgaza las aguas,
una duda un instante le nubla los ojos
y a su cintura ciñe un rosario de abejas.
Julia, tu vientre se curva al compás del trigo,
madurando despacio, a la espera de octubre.
Cuando pase el estío volverán los soldados
–morenas las espaldas, tenso el tambor del labio,
un látigo de polvo sostenido en la lengua–.
Entre ellos Antonio, el de la boca amarga,
a enredarse en tu pelo y deshacerte las crenchas.
Para él, el queso más suave, la almohada
más blanca, el agua de la alberca en sombra.
Pon el pan en la mesa, que ya cae la tarde,
y del pozo del pecho despégate la bruma.
Al monte malherido subirá el olor de la cena
y padre llegará envuelto en el rebaño.
ADRIANO REGRESA A SU PATRIA
Esta noche he pisado de nuevo tus calles
como quien pisa en el lagar los granos
orondos que fue viendo crecer en el racimo.
Tocado por la nostalgia, mi corazón parecía
en los últimos meses un lebrel huraño,
ansioso por regresar a tierras de infancia.
He recorrido esta noche tus calles
y las puertas se iban cerrando a mi paso.
De pie, me he puesto a escuchar el viento
limar la piedra enferma y arrancar de cuajo
el lastre confuso de la historia.
A solas con tu ruina, recién llegado,
he sabido que no era éste mi reino,
ni ésta la ley hospitalaria de que hablan
los libros, sino una estela al aire
donde las letras se han ido desdibujando
al contacto áspero de la lluvia.
Extranjero, si llegas mañana a Itálica
mi casa no hallarás entre estas piedras.
Hace tiempo que, vencido por los dioses,
murió el último de mis antepasados.
PLOTINA POMPEYA
Siendo cónsules Marco Nucio y Cayo Albonio,
Plotina Pompeya, de la familia Plocia,
hija de ricos mercaderes de aceite y gárum,
lloró amargamente tres noches y tres días
abrazada al tronco de un drago milenario.
Corrían malos tiempos en la alegre Gades,
agitaciones políticas perturbaban el ánimo
y el libertinaje saltaba acá y allá
exaltando el pecho ingenuo de la turba.
Así lo habían anunciado los lictores del dios
entre los blancos mármoles del templo,
salinos por la presencia continua de las olas
que acuden a besar los pies cansados del viajero.
Plotina Pompeya lloró tres lágrimas rojas
que cayeron a tierra. Incendiada su casa,
asesinado su padre por viles criados,
sólo en aquel árbol pudo hallar consuelo.
Años más tarde, a una villa cercana a Roma
llegaron mensajeros portando aciagas noticias:
un maremoto había asolado su costa natal
y arrancado de cuajo las entrañas del drago.
Ensortijadas a la raíz encontraron tres perlas.
El pueblo de Gades las mandó engarzar
y envió el regalo a la hermosa Plotina Pompeya,
esposa del muy querido emperador Trajano.
Poseían la humedad salada y tímida del llanto,
el deseo de retornar de nuevo a sus ojos.
EPÍSTOLA A SILENO
Hundiéndose en los poros morados de la tarde,
mis pies se encaminan sin preguntarse
el rumbo, atentos a la ley del paseante.
Sólo desorientados admiten la indulgencia
terrible de los dioses que marcan el sendero
correcto de la vida, nunca sus atajos.
Mas he aquí que el otoño se ablanda
y me ofrece senderos nunca antes hollados,
parajes sombríos donde anida la yedra
y los pájaros cantan una música extraña.
Al fondo del camino, entre el follaje,
una fuente de mármol se vislumbra.
Nunca palpes, Sileno, su piedra mojada
pues inscrito en tus dedos quedará el mensaje
que el agua fue esculpiendo con desidia.
No sé qué hay en el mármol de eterno y virginal
que me confunde. A mí, que hace tiempo
he dejado de creer en los dioses.
LA VENDIMIA
Cuando la chicharra derrame sin cesar su agudo canto
y aparezcan Sirio y Orión en los cielos,
en la fecha en que Ceres ha dispuesto la uva
llena de abundante y dulcísimo jugo,
reúne en tu hacienda una cuadrilla de mozos
dispuestos a podar con diligencia los racimos,
mozos curtidos por el sol y el duro trabajo del campo,
acostumbrados a obedecer al primer gallo del alba.
Los verás dócilmente doblar sus espaldas sobre la viña,
despojándole uno a uno sus preciados racimos
escondidos entre frondosos pámpanos,
y acompañar su labor con canciones de siega
que acortan el paso de las horas y alegran
el semblante cansado de los más jóvenes.
Una de sus canciones dice así:
Te ceñiremos, muchacha, uvas redondas,
jugosos racimos a la cintura, tu cabeza
cubriremos con pámpanos recién cortados,
un collar verde en tu cuello pondremos.
Pero escóndete, muchacha, escóndete,
no sea que tu celoso esposo te vea
reír la mañana siguiente a la boda.
El sol irá cayendo hacia tierra y, por un instante,
se entretendrá en lamer la fruta apiñada en el carro.
Es hora de regresar a los hogares
y lavar con agua fría los miembros entumecidos.
Reanudarán mañana la tarea con nuevo ánimo
y otras canciones vendrán a sus bocas
mientras sus manos manejan diestras la podadera.
CARTAGO
Solamente el olor a rastrojo quemado
o el más denso y dulzón de la sangre
consiguen aplacar al enemigo.
Azuzado, mi corazón gimió débilmente
mientras en torno a él silbaban las flechas
y el aire se encendía como una antorcha viva.
Cansado de luchar consigo mismo,
esquilmadas sus fuerzas,
mi corazón cedió su trono turbio.
Atropellaron las ruedas de los carros
cuanto, en siglos, atesoró este reino
con sudor y paciencia, arrasando
el débil equilibrio de los hombres.
Hermanos, tanta desolación vieron mis ojos:
nuestro ejército huir en desbandada,
abrirse en dos los muros, caer las puertas
sin oponer resistencia, nuestras mujeres
pagar deshonroso tributo, cielo y tierra
ensangrentados bajo el puño de Roma.
Hermanos, mi corazón lloraba como fruta
atravesada por cuchillos, cuyo zumo
se pierde finalmente entre la hierba.
Mi corazón, una punta de lanza envilecida
que clama a los dioses venganza.
DE AQUÍ A LA ETERNIDAD
Intuyo que me queda poco tiempo
por retener los rayos ciegos e indolentes
de un sol que apenas si calienta.
Si se cuentan los años parece que escasa
fue la ocasión propicia para nosotros mismos.
Desde siempre engañamos al cielo con minucias,
tergiversando el mudo eclipse de los astros.
Un niño juega en el camino, miradlo,
un niño con la muerte a flor de piel.
No más eternidad que el hombre a solas,
sincrónico en su pulso con los dioses
mientras al horizonte, inútil como hermoso,
lentamente su sol declina la cabeza.
No más eternidad que la cruel, la sospechada
luz que nunca hemos rozado.
Permitidme morir sin flores, sin rezos.
Que alguien venga a leerme
antiguos poemas que escribí en mi juventud,
los únicos que no hablan de la muerte.
ANTINOMIA
Una hora de sol lo hacía pasar
del color del jazmín al de la miel.
MARGUERITE YOURCENAR
LA NAVE SIGILOSA
Cuando el emperador posó una cadenciosa
mano de oro, un círculo de anillos
mitológicos sobre su cabeza, Antínoo
sintió en los párpados el peso de las aves
y sonriendo levemente al eje ineludible
de los astros perdió la mirada
en la calina dilatada del horizonte.
El Nilo corría lento y pardo sembrando
de islas la marisma, mientras en Delfos
el oráculo inclinaba sus oscuros presagios
hacia la nave que, sigilosa,
surcando iba sin prisas la provincia.
Una brisa de fuego empujaba su vela
discoide y al son punzante de los remos
el destino perfumaba el aire con el denso
aroma de la adelfa rosa o blanca.
Sumisas, polvorientas, lograban deslizarse
río abajo las márgenes rojas, cuarteadas.
En la orilla oculta, la palma ardiente
del desierto mostraba un tatuado
jeroglífico: la línea tortuosa del amor,
la órbita elíptica de la muerte, el punto
exacto donde eclipsan el sol y la luna.
LECTURA DEL AGUA
Cerca del Mediodía casi rozan la bóveda.
Reflejado en las aguas, el cuello de Antínoo
se yergue del cieno como una joven planta
abandonada al devenir de la corriente.
Las ondas distorsionan el óvalo perfecto
de sus miembros, desdibujan su rostro
al chocar contra el flanco de la nave.
Nadando a la deriva algún pez solitario
traspasa el caracol sedoso de los pómulos
y penetra en su boca con un beso de escamas.
Cansado del inocente juego, el muchacho
abandona la borda y decide ir a tumbarse
bajo el toldo. Aprieta el calor los muslos,
invita a penetrar las estancias del sueño
el compás monótono del barco. Dócilmente
el pecho de Antínoo comienza a abandonarse
al balanceo, sube y baja a la par
que la nave, terso y manso como la piel
del Nilo. Su respiración acompaña
el zumbido dulzón de las libélulas
y, ajeno por completo a los auspicios,
sueña ver en el río reflejada otra boca
que no es la de su dueño. Desde la hamaca
sus ojos no distinguen entre el fango
las crueles hojas de los alfanjes.
MEDIODÍA PERFECTO
Mediodía perfecto en Egipto. Antínoo duerme.
Diríase barbilampiño, algo rubio de sienes,
hábilmente depiladas sus piernas para hacer
más lenta y reiterada la caricia de Adriano.
Su cuerpo, apenas un botón de miel salvaje,
un cervatillo de oro bajo la faz del sol.
Entre los cuernos de Isis observó Ra
su belleza. Viera tan sereno y soberbio
adversario dulcemente dormido a la sombra,
que su celo desgarró la lona del toldo,
la cúpula sofocante del aire, quemando
con un rayo el ánade tibio de su pecho.
Quedaron a un costado, mudos, desencajados,
los ojos de Adriano, tristes como yeguas
que ahuyentar quisieran la muerte del amigo.
RESPONSO
Oh ritual mortaja, purpúrea tez de exequias
que a los cuencos ojos de Adriano diste vida,
acerca tu rosa espina al labio en luto
y escucha, terriblemente bello y tan distante,
la plegaria que elevan sus labios,
como si pudiera su aliento ser capaz
de insuflarte llama de amor en la llave
del pecho, replicar a los dioses
o devolverle al mundo la palabra.
Apenas ayer diana de sangre eras
para el vuelo de la flecha, joven lanza
sin brazo dirigida. Descansa hoy
adornado como un barco a punto de zarpar
hacia el misterio, limpio de dolor,
blanco hueso de jazmín bajo el túmulo.
EPITAFIO
El emperador posa en sus labios los suyos
resecos por la fiebre. Nunca Adriano
ha besado con tanta pasión y sufrimiento.
Ciertamente se le parece este rostro
de mármol blanco, casi perfecto, labrado
con mimo por los dedos del artista,
facciones tantas veces acariciadas
por quien tanto las amó en vida,
recordadas aún más bellas en la memoria,
fuera del tiempo y de lo humano,
lejos de todo posible eclipse.