Realmente el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su soledad inmensa nos arrastra a la contemplación.
Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identificarla con la Naturaleza.
Pío Baroja
TARJETA DE EMBARQUE
Para Fernando Quiñones
No me ha besado.
Tan sólo ha dicho volveré
y ha bajado la cara
para que no viera empañados sus ojos.
Subió sin prisas
pero sin detenerse,
la maleta
apretada bajo el brazo.
Ya en la borda, me pareció que fumaba
con la mirada en el fango, perdida.
No la he besado,
pero le he dicho volveré
y he sentido una pinza
de cangrejo en el pecho
y el mirar quebrárseme de golpe.
Qué decir, no sabía.
Tal vez nunca más nos veamos.
Tal vez al principio me añore.
Con los años convertirá en nube
lo que hoy parece tangible.
Apenas quedamos cinco o seis en el muelle,
cada uno arrastra una historia
y algo se parte cuando sueltan amarras
y vemos el barco alejarse,
acompañado por las sirenas festivas
de otros barcos, de otros sueños.
Algún día recordaré que la tarde caía,
que mis manos se iban quedando dormidas
y algo me retenía en el muelle,
imantada a no sé qué noray.
Qué alboroto de sirenas
en medio de la tarde,
¿es a mí a quien despiden?
Comienza mi viaje.
Comienzo a separarme de mí.
Ya nadie me ve. Ya nadie me conoce.
Puedo llorar y contarme mi miedo,
o borrar con la manga mis ojos.
A lo lejos, el mar se va tragando
la ciudad de mi infancia.
FASCINACIÓN DEL ATLÁNTICO
a Cesário Verde
En tardes como ésta, tardes de viento huracanado
en el malecón del muelle,
tardes de gris altura de las olas,
el Atlántico me llama con voz confusa,
deletrea la e undosa de mi nombre
y me convoca; como si la sangre tirara de mí,
como si tiraran de mí naufragios, fragatas escoradas,
peligrosas travesías bajo una lona.
El temblor se acumula en mi piel.
Me estremezco al contemplar el mar
totalmente agitado,
rubio u oscuro por momentos,
denso o volátil, según la ráfaga.
El mar se dilata por instantes.
Cada ola que embiste,
cada ola que cruza la bocana del puerto,
se lleva mis ojos hacia delante.
Ebria, zarandeada, medio hundida,
mi alma es una juguete entre las crestas.
Suena en la lejanía una sirena.
Acelera mi pulso. Tal vez algún barco
se dispone a zarpar hacia lo inmenso.
Con estrépito el viaje es anunciado
y, asustadas, las gaviotas emprenden el vuelo.
Mi vida, en cambio, permanece en los muelles,
en la losa grisácea de los muelles,
como un fardo abandonado en los muelles.
JUNTO AL MAR
a Pío Baroja
No soy hombre de acción.
Me limito a mirar
el movimiento humano,
su continuo vaivén.
Observo y escribo
circunstancias que a todos nos envuelven.
Soy un hombre indolente
sentado junto al mar.
Las olas vienen a morir un día y otro,
ajenas por completo a mi presencia,
contra este malecón.
El mar me ha modelado
contemplativo, melancólico, ecléctico.
Robó el escaso vigor de mi sangre
y me tiene atrapado
a sus pies
como un amante dócil.
Cuento historias de barcos.
Me imagino a bordo de ágiles veleros
que cruzan veloces el Atlántico
bajo un sinfín de estrellas.
Desde tierra el mundo parece
pequeño, insignificante.
A bordo, en cambio,
la vida adquiere dimensiones trágicas.
Continentes, vientos huracanados, arrecifes
atraviesan los ojos del hombre
que se atreve a surcar esos mares.
Es un dios. Todo lo puede.
Sus brazos enfilan trópicos
como velas audaces,
domeñan las tormentas y conducen
la quilla a seguro puerto.
Se lleva el mar en las venas.
Se nace con él
y uno tarda toda la vida
en escupirlo.
SEPTIEMBRE
Septiembre arroja medusas en la costa.
Su carne fláccida
se muestra obscena al paseante.
De niños jugábamos a clavar
un palo cruel en el vientre
y desbordar su límite redondo.
Lanzábamos piedras,
cuarteábamos la diana
hasta dejar un paisaje desolado.
La marea arroja medusas muertas
y los perros se acercan a husmearlas.
Un fresco poniente anuncia
que se cuela el otoño.
Me invade aquel temblor antiguo
—carne gelatinosa, blanda—
y miro de soslayo
sus volúmenes chatos en la arena.
De nuevo la misma fascinación,
el mismo asco de niños.
Cojo una piedra, doy en el centro
y la carne se raja hacia un costado,
derramándose.
LOS AMANTES
En las tardes crecientes del verano
acaso el amor fuera
la ola rugiente que dobla el cuerpo,
dinámica, curva espalda de espuma
que sinuosa llega hasta la orilla
y allí muere sin peso;
acaso los dorados
granos de arena
que van y vienen —dóciles—
de la mano del viento caprichoso;
acaso la caracola
que una marea de poniente fue arrastrando
y depositó en esta playa.
El sol ha ido secando la sal
de los bañistas,
dejando escamas blancas en la piel
que antes fuera brillante
y sedosa.
Se aman en las olas.
Se aman en la arena
los amantes,
con júbilo y usura.
El mar no los detiene.
REGRESO DEL HÉROE
Dichoso tú que vuelves
tras largas singladuras,
bien poblada la barba
y lleno de aventuras que contar.
Tu juventud, tu fuerza,
la valentía demostrada
fueron testigos recibidos
día tras día.
Pero las diosas han querido obsequiarte
con una bolsa de monedas:
todo ese oro no vale
el peligro corrido en el océano,
pero ellos te envidiarán aún más
cuando riendo alegre en la cantina
tu oro derrames sobre la mesa.
Mujeres no han de faltarte
en el lecho; seducidas
acudirán al tintineo del metal.
LÍNEA DE HORIZONTE
A lo lejos, los mercantes se cruzan
en la línea dilatada del horizonte
como agujas,
pespunteando el mar.
Enormes petroleros hilvanan el Atlántico,
atracan en dársenas profundas
y oxidan las mareas.
Los pesqueros ponen rumbo a Gran Sol
dispuestos a esquilmar
los grandes barcos.
Un tráfico de acero
invade incesante esta aguas.
Nos queda la añoranza:
veleros flexibles y dóciles,
aquel elegante deslizar del casco,
aquel escorarse con los vientos,
aquel besar las olas dulcemente.
Maderas olorosas, barniz, brea...
Un ligero impulso les bastaba
para avanzar sinuosos en la corriente
aprovechando las mareas
y los vientos cercanos a la costa.
Desplegadas las velas,
serpenteantes,
dejaban tras sí una estela blanca,
almidonada.
AVES MARINAS
En el acantilado
suspenden sus nidos
gaviotas y alcatraces,
aves de rapiña que al mar roban
historias de naufragios, vendavales,
melodías que despeinan las aguas.
Un farallón cortado a pico
se eleva soberbio
desde la ronca espuma.
Las carroñeras graznan
en vertical ascenso
y aprenden sus límites:
la costa agreste,
la inmensidad del cielo,
la lámina ondulada y ácida del mar.
HABANERAS
Venían de Cuba, cargados de
azúcar, caoba, café tostado.
Venían de Cuba, en vapores
que cruzaban el Atlántico.
Venían de Cuba, piel morena
y camisa de algodón blanco.
Venían de Cuba, en bodegas
repletas de fardos.
Venían de Cuba, trayendo
el dulce olor del tabaco.
De Cuba a Cádiz, un sueño,
un inmenso mar salado.
CÁDIZ, BARANDA AL MAR
Padre, ahora que has muerto y tu boca no me besa,
¿qué me retiene en esta baranda volcada al mar?
Los soles se suceden este tibio invierno,
las mareas se agolpan una tras otra
cada seis horas,
doblándose en la orilla con soberbia,
las nubes enfilan un Atlántico indómito.
¿Qué fuerzas me retienen,
qué imán me sujeta, qué cadena?
Las pateras arrojan sus cadáveres
y el mar los esparce por la costa,
diseminados como algas a favor de los vientos.
¿Qué me ata a esta tierra
al borde del abismo?
Con apatía y tristeza
observo el desorden de mis días,
lo inútil, lo inefable, lo grotesco
que resulta vivir sin voluntad,
sin más sangre que la justa.
¿Vivir? Ir viviendo.
Gastar el aire que cabe en los pulmones.
Dejar de vivir con agallas abiertas,
buscando una última bocanada,
ésa que sabe a sal y yodo.
ISLA DE MADEIRA
Lo femenino es lo que está al otro
lado de la mirada del hombre.
Eduardo Úrculo
Hierbabuena, lavanda, tomillo...
a plantas silvestres huele tu cadera
cuando me acerco de noche a respirarla.
Si mi barco nunca zarpase de tu falda,
si mis días pudieran anclarse como uñas,
si mi brújula marcara tu sabio territorio,
una casa en lo alto del acantilado
construiría, hecha de vientos y promesas,
para que anidara este corazón salobre.
MEMORIA DE TRAFALGAR
Preciso es que las naves regresen algún día
portando las horas vividas, los momentos
sumados uno a uno con dolor
y desdicha,
preciso es que regresen
a los puertos de donde surcaron.
Cada vela aguarda el viento de vuelta,
la señal inequívoca del regreso,
no menos amargo.
Hundidas en los lodos atlánticos,
cubiertas de orín y olvido,
¿quién arbolará sus mástiles y levará anclas
tras dos siglos de inercia?
Iban a la muerte, y lo sabían.