"El yo mujer y la reescritura del código”, en El placer de la escritura o Nuevo retablo de Maese Pedro, Cádiz, Universidad, Servicio de Publicaciones, 2005, pág. 83-132.
Este texto se escribió en dos fases. La primera parte se la entregué a Ana Sofía Pérez-Bustamante en Agosto 2000. Pasaron algunos años y como aún no se había editado la edición para la que me había pedido el texto me pareció adecuado poner al día la bibliografía y comentarios sobre mi obra, añadiendo también poemas de los últimos años publicados. La segunda parte, a modo de carta, está fechada en Octubre de 2004. Un año después por fin la Universidad de Cádiz publicó la antología de poéticas de escritoras gaditanas, con bellas ilustraciones de Candi Garbarino.
MERCEDES ESCOLANO
EL YO MUJER Y LA REESCRITURA DEL CÓDIGO
Soy una mujer. Soy una escritora. Ambas realidades se complementan en un espacio y un tiempo. Sobre mi mujer-árbol se ha posado una escritora-pájaro. Siempre me he preguntado cuándo comencé a sentirme mujer y cuándo escritora. Tomé conciencia de ambas realidades en la pubertad. Al tiempo que mi cuerpo se hacía curvo y sensual, dando paso a pechos y caderas, las palabras se llenaban de poesía y saltaban en mi mente como chispas eléctricas cargadas de belleza; las había amargas y dulces; algunas dolían desde su nacimiento y otras acariciaban la piel, cada poro de salida, como un bálsamo; las había oscuras y claras, peligrosas y sensatas, ruidosas y susurrantes, violentas, permisivas, sosegadas, veloces, altivas, canallas, ignotas... El resultado de estos cambios hormonales fue el nacimiento de un cuerpo nuevo y un nuevo lenguaje, de un árbol y de un pájaro que se compenetraban armoniosamente.
Me desagrada que me llamen poetisa. Inmediatamente me vienen a la cabeza poemas cúrsiles, sentimentales, ejemplos de cobardía literaria y mediocre calidad. Ese término siempre ha tenido para mí un sentido peyorativo y he preferido la palabra poeta para definir indistintamente a hombres y mujeres que escriben poesía. Jamás he firmado mis versos con un pseudónimo masculino para huir de esa etiqueta peyorativa, sino que en todo momento he tratado de luchar contra ella, dándole a mis poemas la osadía, la fuerza expresiva y la libertad que faltó a otras mujeres que me precedieron.
No creo que existan temas “masculinos”o “femeninos”. Desde mi primer libro he abordado temas como la menstruación o la condición de mujer-objeto, siempre desde una óptica rupturista, renovadora y crítica, analizando la tradición heredada y optando por una vía personal. Si sólo fueran temas de mujer, ¿cómo se explicaría que muchos hombres los hayan abordado? Tampoco creo que exista un léxico “masculino” o “femenino”, aunque hombres y mujeres tienen un modo diferente de percibir la realidad debido a códigos genéticos y culturales a los que están sujetos.
Mis primeros poemas fueron escritos en un período de auto-descubrimiento erótico; es lógico, pues, que estén cargados de sensualidad. Aquella pérdida progresiva de pudor con respecto a mi propio cuerpo se observa claramente en mis primeros libros, Marejada, Las bacantes y Felina calma y oleaje, pues mis primeras experiencias sexuales coincidían con mis primeras experiencias literarias. Me preocupaba mucho en esa época abandonar el papel tradicionalmente pasivo de la mujer, pero aún no había aprendido a ser una mujer activa, es decir, rechazaba un papel sin adoptar uno nuevo. Era como estar en medio de dos polos opuestos, en una línea imaginaria ambigua, indefinida y contradictoria. No encontré solución mejor que conducir a mis personajes hacia un mundo andrógino, pues en ese estado de neutralidad el amor adquiría una naturaleza armónica, libre ya de la tensión inicial de contrarios. Ejemplo de ello es Felina calma y oleaje: lo masculino y lo femenino luchan ferozmente para terminar superponiéndose, confirmando un universo andrógino donde el amor, la unión, sí es posible, pero a través de la muerte. El amor es concebido como una entrega total, como batalla, destrucción, aniquilamiento, como muerte gozosa. El léxico –no podía ser de otra manera– es agresivo, desgarrado, con una provocadora carga de ironía. Copio a continuación dos poemas de ese libro, que reflejan claramente mi intento.
PASO DEL ECUADOR
amo a un mar de larga cabellera
(Carlos Edmundo de Ory)
Amo a un mar de larga cabellera
cosida con viento a mi popa
a pique nos vamos amante y yo
en medio de esta tormenta a sus trenzas
me prendo loco marinero
jinete a sus crines exhausto
la tajamar inclina su aguja aguija
el mar se duele pero place a los tirones
del peine entrometido engancho peino despeino gancho
mi ternura enhebra un hilo
de espuma sudor pez muerto
tiemblo jironado araño muerdo clavo
me empavesa la espalda inyecta olor a hembra
mi buque-hebra de acero enfila
rajando de este a oeste su melena
con la quilla el Ecuador
atraviesa traviesa viesa
A LA CAZA DE LAS BALLENAS EN FLOR
la garganta del mar me dijo no
(Carlos Morales)
Rutaba tenso el mar a golpe de pernada
y no saciado,
bajo la blonda espuma un abanico de muslo
al aire. Hembra desmedida lloraba,
sacudía la guedeja, flotantes sus pezones,
antílope animal a punto de la luna.
Su pernil enjalmado no se hundía,
a tiempo no penetraba el bichero la ventrecha.
Oh dioses de acero que usurpáis el territorio
robando aliento a la manada a cambio de un puyazo,
volverán días en que la diosa imponga el cosmos,
refunda en el viento la semilla precipitando
sobre vosotros, pobres diablos, un estertor de leche
y al calor del calostro refugiéis la lanza
entre las piernas, fláccida por el esfuerzo.
Dilatan lo justo, a su manera.
Un mar cortado a la medida del proel,
¿quién no lo añora?
A veces, alguna hembra queda atrás
relegada en la sabia corriente que la atrapa y domeña;
si moza y placentera, blanca de carnes, sabrosa fierecilla,
daría, caro Lucio, treinta monedas por la flor de su persona.
Algunos han tildado de “feministas” estos poemas, aunque nunca me he propuesto conscientemente escribir poesía feminista. Esta etiqueta me desagrada tanto como las restantes etiquetas con que se intenta clasificar la poesía: novísimos, postnovísimos, poesía del silencio, poesía de la experiencia, surrealismo, neorromanticismo, metapoesía, neobarroquismo, poesía de la diferencia, neopurismo, culturalismo... por no hablar de términos geográficos como poesía del sur, poesía andaluza y otros localismos absurdos.
Si atendemos a la cronología, estoy situada entre los poetas que comienzan a publicar en los años ochenta. Siguiendo a Javier Marías, que establece series sucesivas de generaciones de quince en quince años, pertenezco a la generación de 1961 –los poetas nacidos entre 1954 y 1968–. Siempre he huido de los grupos y desechado todas las etiquetas. Prefiero la diversidad estética, la libertad frente a la escuela, generación o grupo. En mí han influido tendencias muy dispares, desordenadamente aliñadas. Considero que cada poeta es un producto individual, una fusión singular entre tradición y creación, que resulta irrepetible. La poesía no necesita adjetivos, aunque a los profesores de Literatura nos resulte tentador colocarlos... pero hemos de huir de estas clasificaciones rutinarias, académicas. Lo que hay que pedirle a la poesía es que tenga calidad y que nos conmueva profundamente. Puede estar escrita por un hombre o una mujer, pero eso me resulta irrelevante.
Nunca me he preocupado por seleccionar textos de mujeres entre mis lecturas. He leído a mujeres porque cayeron en mis manos, no porque las buscara con especial interés: Cristina Peri Rossi, Rosalía de Castro, María Victoria Atencia, Ana Rossetti, Gabriela Mistral, Marta Pessarradona, Safo, Etelvina Astrada, Sophia de Mello Breyner, Fiama Hasse Pais Brandao, Luisa Futuransky, Amparo Amorós, Juana Castro... pero apenas leí a poetas tan importantes como Sylvia Plath, Sor Juana Inés de la Cruz, Carolina Coronado, Adrienne Rich, Silvana Colonna, Alejandra Pizarnik o Emily Dickinson. En cuanto a mujeres cercanas cronológicamente, he leído a Blanca Andreu, Luisa Castro, Chantal Maillard, Neus Aguado, Aurora Luque, Almudena Guzmán, Isla Correyero, Pepa Parra, Rosana Acquaroni, Concha García, Amalia Iglesias, Aurora Bautista, María Sanz, Inmaculada Mengíbar, Esther Zarraluki... a muchas de ellas las he conocido en viajes, congresos o lecturas, con algunas he intercambiado cartas y libros, y a otras me une una amistad.
Posiblemente la escritora que más he admirado –como narradora– ha sido Marguerite Yourcenar, pues tuve la inmensa suerte de que sus libros fueron apareciendo en el mercado literario español coincidiendo con mis años de lectora voraz. También Virginia Woolf me pareció una novelista impresionante. Ambas han influido mucho en mí, más que en el estilo, en la toma de conciencia como escritora.
El hecho de ser mujer no ha determinado mi obra poética. Ser mujer no me ha impedido, por lo general, publicar o acceder a ciertas oportunidades. Más bien podría decir que ha ocurrido lo contrario. Por suerte, mis primeras publicaciones han coincidido con una década (los años ochenta) en la que comenzaban a abrirse puertas para la poesía escrita por mujeres: durante esos años aumentó la publicación de libros escritos por mujeres, aparecieron editoriales y revistas que potenciaban la literatura de mujer o se dedicaban exclusivamente a ella y se organizaron debates y encuentros de escritoras, fundamentales a la hora de entender la “militancia” literaria de muchas poetas, especialmente en Andalucía y Cataluña. Por primera vez en la historia de la literatura española se detectaba una intensa actividad literaria femenina, lo cual suponía algo más que una moda pasajera o un montaje editorial. En aquellos años ochenta se estaba transformando profundamente la poesía escrita por mujeres, ofreciendo un atrevimiento, una diversidad, una fuerza expresiva y una vitalidad imaginativa anteriormente desconocidos, en palabras de Sharon Keefe Ugalde (Conversaciones y poemas. La nueva poesía femenina española en castellano. Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1991, pág. IX). Si en 1985 Ramón Buenaventura leyó mi libro Las bacantes y decidió seleccionarme para su antología Las diosas blancas, es porque buscaba mujeres que escribieran sin complejo de culpa. Si en 1988 Luzmaría Jiménez Faro, directora de Torremozas, me escribió para solicitarme la publicación de Estelas, es porque buscaba libros escritos por mujeres que destacaran por su calidad.
Más que ser mujer, me ha afectado el hecho de vivir en una provincia tan alejada de la capital. Siempre he considerado que para ser famosa no es imprescindible vivir en Madrid, pero es conveniente ir con cierta frecuencia y codearse con los escritores de la capital, pues el centralismo literario sigue estando vigente. Pero detesto esa ciudad y elegí libremente no subir a Madrid para promocionar mis libros, así que, de alguna manera, opté por el sosiego y anonimato de la provincia, por huir del vértigo de la fama. Esto tiene mucho que ver con mi carácter, indudablemente, y también con una ruptura amorosa que me alejó de Madrid por muchos años.
José Luis García Martín habla en Días de 1989 (Biblioteca de Oliver, Oviedo, 1989, pág.89) de mis horribles poemas juveniles: "Como todas las poetisas que han comenzado a publicar muy jóvenes, arrastra el fardo de docenas y docenas de borradores adolescentes, tanto más elogiados, premiados, antologados cuanto más ridículos. Le costará librarse de ese peso muerto". Ese fardo ha sido un impedimento para ser aceptada por poetas a los que admiraba, para publicar en algunas revistas y editoriales, y para ser antologada por críticos exigentes como García Martín; no lo niego.
En cuanto a otros “obstáculos”, he observado que los concursos literarios, las revistas, las editoriales, los congresos, suelen estar dirigidos en su mayoría por hombres, no siempre dispuestos a ceder el paso a una mujer. Recuerdo un encuentro de poetas andaluces organizado en Córdoba en 1987. Entre varias decenas de hombres fuimos invitadas unas cuantas mujeres, cinco o seis a lo sumo; mientras los caballeros tuvieron que compartir habitación de hotel, a las damas nos dieron suite individual, con suma cortesía. Llegué a sentirme una flor exótica y supuse que me habían invitado por ser joven, atractiva y soltera, tres ingredientes fundamentales para estar en el florero y servir de adorno, pues yo era prácticamente desconocida.
En mi familia nunca he hallado obstáculos para ser escritora. A mis padres les agradaba que escribiera (pensaban que “escribía bien” porque ganaba premios literarios) aunque no les gustase lo que escribía; decían que no entendían la poesía moderna, que mis poemas eran oscuros, que escribía de un modo extraño... Siempre que he publicado un libro les he regalado un ejemplar que recibían con emoción, aunque nunca he sabido si lo hojeaban o lo leían. Creo que mi madre ha leído alguno. Mi padre, ninguno.
Un apoyo fundamental a la hora de escribir lo he recibido de mis amigos, quienes siempre alentaron mi trabajo y leyeron con mucho interés mis poemas. Sin ellos mi poesía no sería lo que es. Supongo que, como Borges, escribo para mí, para mis amigos y para atenuar el paso del tiempo, entre otras cosas. Siempre he tenido pocos lectores, y no creo que esto cambie en el futuro. Mis libros jamás han estado en escaparates de famosas librerías, ni en las mesas de novedades, a la vista de todos, entre los más vendidos, sino en oscuros rincones y gavetas perdidas. Sólo mis amigos y unos cuantos raros lectores me tienen en su mesilla de noche, en sus estantes de libros preferidos. Cuando hablo de mi círculo de cómplices, hablo de ellos. No tengo motivos para ser vanidosa, pues mi horizonte de destinatarios apenas se ha dilatado con el tiempo. Motivos hay muchos: haber publicado en editoriales poco conocidas, con tiradas reducidas y deficiente distribución del libro serían algunas; otros motivos son más personales.
Nací en Cádiz el 15 de Febrero de 1964 –a caballo entre el Carnaval y la Cuaresma–, en la clínica de Muñoz, situada en la Plaza de Viudas. Mi padre es un médico gaditano ya jubilado, especializado en Microbiología, Hematología y Análisis Clínicos; mi madre, una sevillana educada por las monjas del Sagrado Corazón para ser una perfecta ama de casa. Fui la segunda de cuatro hijas.
Mis padres nos educaron con austeridad y rígida disciplina. Tenía que ser la mejor en todo y no defraudarles. Esto hacía que continuamente me autoexigiera mucho, que sufriera con angustia el posible fracaso. Aquel desasosiego me hizo sentirme siempre insegura. Estudiar, estudiar, estudiar, sólo se oía esa palabra. Yo estaba convencida de que el estudio era lo más importante y cuando empecé a leer novelas lo hacía a escondidas, temerosa de que me vieran perdiendo el tiempo. No se podía discutir nada, sino obedecer. No hablábamos de política, de religión, de sexualidad... ni de sentimientos. De sentimientos no he hablado con mis padres hasta hace poco.
Nunca escribo poemas sobre mi niñez. Aquella parcela de mi vida no despierta en mí sino temor y, aunque fui feliz, nunca me pareció el paraíso, sino un mundo asfixiante, lleno de reglas. Durante mi infancia, la familia paterna era un clan arrogante, hermético, clasista. Me recordaban continuamente la importancia de llamarme Escolano y me invitaban a mezclarme con los apellidos más selectos de la ciudad, como si necesitáramos protegernos del vulgo, de la mediocridad y las zafias costumbres. Sentían un miedo profundo a los cambios e innovaciones y se agarraban al pasado con obstinación y cobardía, incapaces de acomodarse a los nuevos tiempos, como un barco que fuera hundiéndose lenta e irremediablemente. Aquellos rancios muebles de caoba y espejos de pan de oro, aquellas cuberterías de plata, aquellas vajillas de finísima y casi transparente porcelana, aquellas sábanas de hilo con delicados bordados a mano, eran restos de un pasado glorioso y opulento, en una familia que había venido a menos. Pero aún les quedaba el orgullo, ese saber estar por encima de otros, esa distancia insalvable de la que continuamente oía hablar de niña.
Mi abuela paterna, una dama muy elegante de Santander, pese a vivir en sus últimos días de una renta muy mermada, seguía disponiendo en su casa de una cocinera y continuaba comiendo a diario con sus cubiertos de plata. Era austera, seca y poco afectuosa. Perfumada con lavanda y vestida de negro, con su piel blanquísima, casi azulada, representaba la cara fría y clasista de la familia. Mi abuela materna, por el contrario, rubia y siempre empolvada como un ángel, me parecía adorable, sencilla y generosa, siempre dispuesta a dar felicidad a cuantos la rodeaban; representaba la cara afectiva y cálida de la vida. En su caso, pertenecer a una de las más distinguidas familias de Sevilla no suponía ser arrogante ni elitista.
En mis padres observaba una antinomia de caracteres. Frente al mutismo y apatía de mi padre, la charla y vitalidad de mi madre. Él era la racionalidad, el orden, la seriedad, el sentido del deber, la firmeza; ella, la intuición, la capacidad artística, el placer de los sentidos, el sentimiento, la entrega abnegada. Ambos eran muy conservadores y religiosos y fui educada en los valores que la burguesía franquista defendía.
A los cuatro años entré en un colegio de monjas carmelitas, el mismo al que asistieron mis hermanas. Era estudiosa, disciplinada y tímida, pero detestaba aquel colegio, con sus hipocresías y mediocridades. Soñaba con ser una mujer independiente y fuerte, indomable, que jamás estuviera supeditada a un hombre, justo todo lo contrario de lo que las monjas nos aconsejaban. Ninguna mujer de mi familia me parecía valiente ni se había decidido a romper moldes. Eran mujeres tan dependientes, dóciles y tradicionales, que no encontraba un modelo adecuado en la familia para imitar. Un día las monjas me preguntaron qué quería ser de mayor, pues mis notas eran brillantes. “Soltera”, respondí, totalmente convencida de que era una elección estupenda. Años más tarde volvieron a preguntarme qué profesión quería elegir. Mientras mis compañeras de clase soñaban con ser enfermeras, azafatas de avión o amas de casa, yo me incliné por ser escritora. Recuerdo aquel día con una emoción intensa. Después de tantas vueltas como ha dado mi vida, tengo la suerte de ser soltera y escritora.
Hasta mis catorce años estuvimos viviendo en el centro de la ciudad, en el número 18 de la calle Ancha, segundo piso. Era una casa preciosa, con habitaciones distribuidas en torno a un patio de mármol blanco con aljibes y adornado con grandes macetones de aspidistras, una escalera de mármol muy señorial, una cancela de hierro y enormes portones de caoba en los que reposaban dos manos de bronce, siempre muy brillantes. Me gustaba, especialmente, subir a las azoteas, distribuidas en varias alturas, con cuartos en los que se guardaban objetos viejos e inservibles. Como mis padres no me dejaban jugar en la calle ni en la plaza más cercana, aquellas azoteas fueron mi arcadia infantil, mi isla del tesoro. En aquellas azoteas encaladas comenzaron mis primeras lecturas, a los doce años. Tenía un rincón preferido, donde no combatía el viento, calentado por el sol. Allí metía un cuerpo adolescente –con doce años ya usaba sujetador y me depilaba las piernas– y pasaba horas y horas devorando libros y escribiendo a escondidas mis diarios.
Cada tarde, al regresar del colegio, entraba en la Biblioteca Provincial, entonces situada en los bajos de la actual Diputación , para cambiar el libro. Como no tenía ninguna formación literaria, decidí comenzar por la narrativa. Estaban las novelas colocadas por orden alfabético, ocupando una estantería que entonces me parecía inmensa. Me daba vergüenza comenzar por la A y decidí, con la impaciencia del que quiere leer todo, situarme en la M e ir avanzando hacia la Z a novela por día. Me parecía un plan perfecto, pues calculé que, a ese ritmo, en tres años estaría preparada para ser una gran novelista. No conocía otra manera de aprender el oficio y estaba dispuesta a beberme toda la biblioteca. Un día descubrí el estante de poesía, mucho más pequeño y casi escondido. A partir de ese día me hice asidua a aquel rincón de raros y olvidados. Más tarde descubrí el teatro clásico -Sófocles, Eurípides, Esquilo, Aristófanes-, autores pulcramente traducidos por la editorial Alma Mater, que tuvieron un papel fundamental en mi formación.
Aquellos primeros años de lectora fueron muy intensos. Mis padres no amaban la literatura y la única que devoraba libros en mi casa era mi hermana Cristina: Verne, Salgari y novelas románticas. Todos los libros de la biblioteca de mi padre eran de Medicina, Física y Química. Solía hojear los de Fisiología (me fascinaban las láminas) y los de Hematología (la sangre despertaba mi curiosidad porque a menudo veía a mi padre trabajando en su laboratorio, mirando placas al microscopio, y en mi vocabulario infantil había palabras como leucocitos, hematíes, fagocitos, estafilococos, plasma...) Mi madre tenía algunas novelas en la salita de estar, casi todas de amor, del Círculo de Lectores. A esto se añadían diccionarios, enciclopedias, biblias y libros de cocina. No había mucho donde elegir. Por eso la biblioteca pública me pareció un mundo fascinante, un verdadero templo hecho a mi medida. Cuando empecé a leer perdí a mis amigas del colegio. Ellas seguían jugando con muñecas mientras yo disfrutaba con las historias de Gilgamesh, Penélope, Antígona, Jasón, Ulises, Minotauro... sin saberlo, había entrado en un laberinto del que ya no saldría.
A los catorce años, tras la muerte de mi abuela paterna, nos trasladamos a una casa situada junto a la playa de Cortadura, donde acababa la ciudad. Fue un cambio tremendo. Para no tener que coger autobuses me matriculé en el instituto militar y sólo los sábados acudía a la biblioteca. Con esa edad era tímida, solitaria, egoísta y hermética, así que raras veces tenía amigos. Pasaba muchas horas en casa, encerrada en mi cuarto, siempre leyendo, escribiendo o escuchando los primeros discos de vinilo que compré (Hilario Camacho, Joan Manuel Serrat, Mikis Theodorakis, el Requiem de Mozart). En un cuaderno de colegial iba copiando los poemas y relatos que me parecían “buenos”. Sólo se los enseñaba a Cristina y a ella le parecían “muy buenos”. Los presentábamos a los concursos de su instituto y del mío y siempre ganábamos los primeros premios.
Con diecisiete años decidí presentarme a un concurso para jóvenes escritores, convocado en Elche por los salesianos. Había que presentar un libro; lo titulé Marejada. Seleccioné los poemas del cuaderno que más me gustaban, pedí prestada una máquina de escribir y los copié pacientemente. Fue una sorpresa tremenda enterarme de que había ganado y de que el libro se publicaría en pocos meses. Me preguntaron de qué color quería la portada y la letra interior. Salió en un precioso color verde mar, con muchas erratas, pues nadie se ocupó de corregir las galeradas. Me mandaron cincuenta ejemplares y descubrí que no conocía a ningún escritor a quien darle un ejemplar, así que fueron a parar a mis amigas del instituto, que lo recibieron muy impresionadas. Me sentía inflada de vanidad y muy rica, pues era la primera vez que tenía 25.000 pesetas, acostumbrada como estaba a las 200 pesetas que mi padre me daba los domingos. Raras veces releo esos poemas. Los escribí con dieciséis, diecisiete años, y hablan de un tiempo en que era muy ingenua. Nunca he renegado de ellos, pero prefiero no citarlos cuando me solicitan un listado bibliográfico; digamos que es un “olvido” voluntario para no morirme de vergüenza.
Al año siguiente,1982, me volví a presentar al mismo concurso con Las bacantes, y gané de nuevo. A los organizadores del concurso no les hizo mucha gracia, pues me felicitaron pero me dijeron muy clarito que no me podía volver a presentar. Me enviaron las 25.000 pesetas que yo tanto ansiaba pero surgieron problemas con la publicación y no llegó a editarse en la fecha prevista.
Había un abismo entre Marejada y Las bacantes. Los poemas de mi segunda entrega tenían una unidad temática y estaban estratégicamente colocados. Intentaba contar una historia dialogada entre dos amantes y en ellos me interesaba especialmente desarrollar una tensión dramática, un nudo, un desenlace. Había desnudado a los personajes, despojándolos de lo innecesario, y había cuidado muchísimo el lenguaje, atreviéndome a eliminar la puntuación en muchos poemas para dar mayor sensación de libertad al lector, un ritmo más intenso, ágil y desenfrenado. Necesitaba romper la estructura, descolocar, desinhibirme: tenía dieciocho años y muchas ganas de provocar. Las bacantes no se trataba de una simple reunión de poemas de temas variados, como ocurriera en Marejada, sino que tenía una estructura y una planificación previa; por eso siempre lo he considerado mi primer libro. Sigue emocionándome después de tantos años. Aún me recuerdo en las clases de griego del instituto, traduciendo a Eurípides y escribiendo poemas de intenso ritmo. Llevaba una larga melena rizada y estaba muy delgada en esa época. Era una mujer tan sensual y caprichosa como la protagonista del libro.
Muchos de esos poemas están escritos para Ignacio Rodríguez Reyes. Tenía una librería pequeña y cálida en la calle Marconi, Rayuela, donde yo acudía de cuando en cuando. Él me dejaba sentarme a su lado a leer los libros, e incluso me los prestaba para leerlos en casa si le prometía no ensuciarlos. A ambos nos encantaba la narrativa hispanoamericana (García Márquez, Borges, Lezama Lima y Cortázar sobre todo), la obra de Kafka, El cuarteto de Alejandría y el Ulises de Joyce, entre otros muchos. Nada más conocerme me regaló Descripción de un naufragio de Cristina Peri Rossi, y enseguida nos pusimos a jugar a los personajes del libro. Meses más tarde repartimos los papeles de Diáspora. Aquellos dos libros de la escritora uruguaya fueron importantísimos para mí, pues no estaba acostumbrada a tanta libertad (sintáctica, léxica, temática, psíquica) y de alguna manera me hicieron descubrir una poesía diferente, ayudándome a madurar mis poemas. Durante aquel curso (estudiaba COU en el instituto Santa María del Rosario) fui mandándole a Ignacio los poemas de Las bacantes, a modo de pequeñas entregas.
En una carta que le envié en 1985 a Javier Jurado (un joven poeta de Granada, fallecido hace unos años) le escribía: “Yo soy mujer de perfil griego y mis poemas pretenden demostrar que Grecia, la Grecia que conocí hace tantos siglos, pervive en nuestros días de mi mano. Yo soy la cabellera de Ariadna, el manto de Helena, la túnica sin fimbrias de Berenice, la sensualidad de Safo, el rostro hierático de las cariátides, el pecho de mármol de una venus. Siempre me burlaré de Grecia y de sus dioses; los míos son antidioses, poseidones ahogados, stephanos pisoteados por la moral pública. Es la ciudad quien condena el amor y sus vicios, la vida desbocada. ¡Ah, el amor! Sin amor, ¿qué haríamos?”
Catoblepas era una editorial que comenzaba en aquellos momentos. Llegué a ella por medio del poeta Carlos Morales, y fue él quien me insistió y convenció de que publicase ese libro. Lo editamos en 1984, en un formato muy pequeño, con una severa portada negra (supongo que era la más económica), dibujos de Carlos de la Rica y tres extraños prólogos de Ángel Crespo, José Ángel Cilleruelo y Carlos Morales. Incluye también una foto que en su día levantó todo tipo de ironías y pasiones, pues a unos les parecí una sirena encaramada a las rocas de la Punta de San Felipe, y a otros un león asirio o una furiosa bacante de rizada melena. Los quinientos ejemplares se agotaron en pocos meses y tuve la suerte de que llegara a un público muy dispar.
Uno de sus lectores fue Ramón Buenaventura. Encantado con el libro, me llamó por teléfono para invitarme a participar en la antología Las diosas blancas, que preparaba para la editorial Hiperión. Siempre me he sentido muy agradecida a Buenaventura por haber apostado por mí en aquel momento. Su proyecto me pareció muy interesante, pues se echaba en falta una mayor atención a la literatura que estaban escribiendo las mujeres. Aquella selección tan personal que hizo, tan desigual, tan paternalista, nos abrió el camino a muchas de las que allí aparecimos, pese a que hubo muchas críticas y muchos no entendieron su entusiasmo, no viendo en ella más que la mediocridad, el oportunismo editorial y la fanfarronería del antólogo. Buenaventura tuvo buen ojo para el negocio –la antología se vendió de maravilla– pero nunca he dudado de que puso mucho entusiasmo y corazón por defender a todas y cada una de las elegidas.
Me gustaría contar una anécdota que me pasó con esa antología. Siete años después de su publicación asistí a unos cursos de verano de la Universidad Complutense en El Escorial. Durante la cena, me tocó compartir la mesa con tres chicos a los que no conocía y charlábamos de asuntos variados cuando uno de ellos, que era un estudiante vietnamita que preparaba su tesis en Madrid, se me quedó mirando, abrió mucho los ojos y con voz temblorosa me preguntó si yo era Mercedes Escolano. ¡Me había reconocido por la fotografía! No dejó de perseguirme toda la semana para demostrarme que era un auténtico “fan” mío, pues se sabía de memoria mis poemas y no terminaba de creerse que yo fuera de carne y hueso, cuando él siempre me había tenido por diosa. Precisamente para “certificar” que era una diosa, Manolo Aranda me había hecho años antes una fotografía divertidísima en el Parque Genovés: utilizó una de las venus de mármol, que estaba decapitada, para encajarle mi cabecita juguetona, pero Buenaventura no quiso aceptar esa foto y me pidió otra más seria para publicarla en Hiperión.
He seleccionado varios poemas de Las bacantes:
POSEIDON’S DREAMS
Ella es una concha tan blanca tan negro
el racimo de uvas de su sexo
par de anémonas sus senos
leche marina tiene Poseidón en los labios
cien sirenas lo entretienen
lo amamantan con pechos salados
–he convertido mi templo en un burdel
en una caracola escucho la marea humana–
lentamente nazca el oleaje –ordena–
floten sus cabellos bailen como medusa
Yo soy un dios
puedo fornicar con todas mis doncellas
algas se enredan en las barbas del dios
sueña que es el dueño
de los mares que
los peces las olas le obedecen
pompa espuma burbujas
asoman por su boca
cuando despierte
sabrá que no es más que un ahogado
ella sabe de la lujuria
que provoca su cuerpo
de la débil línea de luna
de su cintura
lo sabe y se ríe
sabe y me azota
con el manto sagrado de su melena
las naranjas y la nieve
tu boca
un bosque de yedra tan húmedo
sobre dos columnas
tan de mármol
deja niña que acaricie tus pezones
uvas moradas
la luz prende el cabello
desde las puntas sube una llama de arena rubia y tarde
se enrosca por la frente en un caracol rojizo olor a mar
me arde el poniente por las sienes
se esconde entre el cuello y me circunda
un crepúsculo naranja
ocaso sobre mi ola marea baja
yo nazco por las noches
detrás de los ahogados
ella
racimo o pájaro
constelaciones brillan por su pecho
prendida a la boca una almeja
rosa y naranja
en su cintura de peces quiero tenderme
hasta que llegue la noche y
cuando dormida
arribar como un náufrago
a su playa
Mi siguiente libro se tituló Felina calma y oleaje. Lo publicó la Diputación de Córdoba por resultar ganador del III Premio “Luis de Góngora”. Su publicación me hace recordar auténticas pesadillas: en la imprenta equivocaron mi nombre y el libro salió a la calle con el nombre de María Escolano. Tardaron meses y meses en corregir el error de portada (en el copyright sigue el nombre falso), y como sólo cambiaron una parte de la edición, resultó que en la misma librería podían encontrarse los dos ejemplares de idéntico título: en el mismo estante descansaban, uno al lado del otro, el ejemplar de María y el ejemplar de Mercedes. Siempre pensé que la vida daba sorpresas pero aquella superaba todos los errores tipográficos que yo había imaginado. Fue tan triste y desolador...
Felina calma y oleaje es un libro que sigo leyendo con mucho interés, pese a haber pasado tantos años. Me desagradan hoy algunos poemas muy largos que debieron aparecer en prosa, pero el conjunto general me emociona profundamente. Escribí esos poemas entre 1983 y 1985. Me obsesionaba la presencia del mar, sus olores, su jadeo continuo, y pasaba tardes enteras en las playas, en la escollera, en el muelle, siempre observando las mareas o nadando con soltura entre las olas. De alguna manera, el mar era mi amante, había un vínculo misterioso, cargado de sexualidad, entre el mar y yo. Amor y muerte eran los únicos temas que me interesaban: en mis historias, el amor conducía inevitablemente a la muerte, como caras inseparables de una misma moneda. Ulises se convirtió en el eje central del viaje, desde que zarpa del puerto en busca de aventuras hasta el naufragio final. Todos los poemas de este libro son escenas marítimas. Muchas de ellas son de una violenta sensualidad, al unirse elementos femeninos con masculinos: la ola copula con la quilla del velero, el mástil con las nubes, las nubes con el agua, el agua con la arena de la playa, la arena con la concha, la concha con las algas, las algas con los labios de un ahogado, los labios con la sal... se crea un universo andrógino, un viaje conformado por múltiples pasiones, una travesía imaginaria en la que el lector se convierte en pez sediento que devora y es devorado.
Apenas recibió atención por parte de la crítica, al igual que pasara con mi primer libro. Fue elogiado por su fuerza verbal, por la belleza de sus metáforas, por la osadía de su lenguaje. A otros les pareció verborreico, sobrecargado y excesivo en todos los sentidos. "Fuertemente marítima, cuajada de juegos fonéticos, incorporando un vocabulario personal y preciso. Lúdica y naval, incorpora la mitología como elemento contemporáneo y es capaz de descubrir a Poseidón, reencarnarle, maridar a la bella y a la bestia con el Minotauro", escribía sobre mí Juan José Téllez (Sur cultural, suplemento del diario Sur, Málaga, 4 Julio 1987). Antonio Enrique lo consideró un libro de inusual riqueza, tanto verbal como simbólica. "Establecida la dualidad mar/navío en correspondencia sexual de los ,amantes, todo a través de este símbolo se transfigura y reverbera. Las alusiones son permanentes en todo el relato (series fálicas de proa, quilla, ancla, espolón; y vaginal de onda, marea, pleamar, ola: espuma/esperma), advirtiéndose, sin embargo, que en lo íntimo la identidad sexual de los amantes no siempre se formula en categorías estrictas. Campa aquí un panteísmo sexual, un androgenismo en el que la horizontalidad y movilidad de las aguas no siempre se corresponden a la entidad femenina ni la agresión de la quilla y la dureza de la arboladura a la atribulación masculina (...) Es, por ello, aún más apasionante". (Sur cultural, suplemento del diario Sur, Málaga, 5 Marzo 1988)
Destaca Antonio Enrique, junto a un erotismo desinhibido, la agilidad y fuerza expresivas, y la ironía de los versos finales de muchos poemas. Critica los excesos verbales y el uso reiterado de lugares comunes, que restan originalidad al libro, así como la saturación de alusiones sexuales. Todos sus comentarios me parecen muy acertados. La ironía no sólo se asienta en los finales, sino a lo largo de muchos poemas: muchos mitos son ridiculizados, al igual que los papeles adjudicados al hombre y la mujer (lo masculino y lo femenino), la morfología y la sintaxis son descoyuntadas brutalmente en algunos poemas, la metaliteratura se apropia de muchos poemas y utilizo obras literarias para darles un final diferente (Ulises, por ejemplo, jamás llega a Itaca, puesto que naufraga en el viaje, y Penélope decide suicidarse en el mar, para unirse con el esposo). Todo el libro es concebido como un juego de redes entretejidas. Sólo el primer y el último poema tienen un lugar exacto, premeditado. El resto de los poemas podrían leerse en el orden en que el lector desee, puesto que es el lector quien surca las aguas, a modo de Ulises moderno. He seleccionado varios poemas:
ULISES SE EMBARCA HACIA ITACA
Pitando las sirenas un cántico de viaje
suelta amarras la embarcación
comienza a desprenderse de su labio
estírase el beso el último beso
el pecho una madeja devanándose
lluvia la espuma del mar
contra el rostro
se quedaron los ojos cosidos a la costa
y casi ciego
un pañuelo blanco ve agitarse a lo lejos
es la esposa que implora mar en calma
sus enaguas en la mano
ABORDAJE
Galeón en cálida ruta de tormenta
hirviente jironada vela manada de delfines
hembra inclinándose a los trópicos
urgente litoral para los astros
fue el deseo un aparejo
que desgarrara virginal el labio
anzuelo prendido a la encía
espuma de mar coagulada
un brazo de muchacho poblado de banderas
en alta mar blandía el maremoto
su dedo separaba cielo y agua
desgarrando a la ola su humedad
zalamera hembra aguarda el paso
de raudos lobos navegantes al acecho
sus caderas contoneando por la ruta del oro
como un barco codiciado por corsarios
su vela inflama viento de Murano
mientras la entrepierna torpemente
patea en dos la carne y raja
el canal caníbal de los pechos
queda en la piel tatuado
el número de abordajes de la nave
actos de sumisión y entrega
ejercicios de guerra sin medallas
ALGUNA VEZ QUISIMOS DORMIR EN LA SALINA
Salina. Todo o mar
numa pequenina pedra
(Luís Veiga Leitao)
Sal de vientre derraman las gaviotas
sobre el vértice de la salina
mientras el pulmón del mar
plácido duerme la siesta.
La sal es cóncava como la axila
de un niño al sol,
núcleo ocular del Mediodía.
Los senos hinchados de la marea
sumisos dejan en los canales
esa piedra diminuta que es el mar
en forma de pirámide. A lo lejos
parece y no parece
el pecho de una joven
montaña de cuarzo.
La salitre avanzando tierra adentro.
El mar crujiente secándome la boca.
EL BANQUETE
Al mar se hundían siete bañistas siete
chapoteando, la espuma un volante
alrededor de sus cuellos,
palmadas de agua sobre la espalda licua.
Sus risas proyectaban caracoles,
buceaban conchas con las últimas luces,
piernas desnudas entrelazándose.
La madre mar escondía ese atardecer
a sus sirenas, sólo tritones
zambullían la piel de húmedo pez,
siete branquias siete en las crines del piélago.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo.
Tomad y bebed, ésta es mi sangre.
ULISES NÁUFRAGO
Dos terceras partes de su cuerpo son de dios,
la otra es de hombre. Su forma es perfecta.
(Poema de Gilgamesh. Tablilla 1. Columna 2)
Nidos de salitre van cuajando la cuenca de sus ojos,
mantiene húmedo el talle a ras del horizonte,
flexible de plancton la cintura, la barba en flor.
Un cimbrear de algas escuece la axila y, a golpes de ola,
nerviosa late su melena enredada de esponjas y moluscos.
Entre las ingles ha encallado por sorpresa una medusa
que no comprende el ritmo de los trópicos, la trampa
fortuitamente hallada en medio de la ruta.
Al agitar los hombros despréndense los dátiles
maduros bajo el sol de Capricornio, sacude los tendones,
lentamente desgaja su carne alimentando al arrecife.
Bandadas de aves migratorias picotean sus pezones malvas,
ensimismadas con el festín flotante.
Navega errante, dormidos el timón y el ancla,
enloquecida la rosa de los vientos.
Peces arriban a su encuentro creyéndolo una isla,
su rastro de ron confundidos persiguen
sin sospechar que acompañan, milla a milla,
los restos de un ahogado sin estrella.
Poco antes de Felina calma y oleaje se publicaron unos poemas que en un principio formaron parte de ese libro, La almadraba. Se trata de nuevo de una historia de amor que conduce inexorablemente a la muerte, la historia de un viaje. Los atunes se acercan a la costa gaditana, donde van a desovar las hembras preñadas, y allí los esperan decenas de redes. Este espectáculo tiene lugar todas las primaveras en el litoral gaditano. Vi un reportaje en la televisión y me impresionó tanto que decidí escribir un poema; finalmente salió un cuaderno con ocho poemas hilvanados, a los que decoré con un exceso de citas (¡los libros de aquella época llevaban tantas citas!, una mala costumbre que trajeron los novísimos y en especial José María Valverde, cuyas citas eran más largas que el propio poema). Copio un fragmento del poema:
bebo tu espalda igual que posa un ave
su sombra sobre un buque mi boca
rema a su antojo un mar de piel salada
y llega el sueño y me encuentra
prendido a tu cintura
como atún a la red de la almadraba
un mapa de agua escrito
un camino dibuja hacia la muerte
si la especie sucumbe con la ola
siguiendo su línea transversal
si a acoplar van dispuestos
macho y hembra la aleta
sin más rumbo que el ciego
instinto que les guía
si el universo tiembla con cada pez
que muere
a ras de costa
nadie sabe sino el mar un mar
que guarda celosamente sus secretos
y arroja a la diáspora
Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte
(Vicente Huidobro)
no saben qué estrella lleva las riendas
qué mano sumerge el mar y lo desnuda
si los pájaros sacuden la costa
de labio a labio
la arena derritiéndose en las fauces del mar
cangrejos por las ingles
el sexo brujulea sabiamente sin perder
su Norte escora el corazón
como un buque aventando la tormenta
no saben los peces que el sedal
parte la carne como el amor y escuece
no saben y se adentran
un cuchillo de sangre
una agalla salada
una escama
una rosa
azul
en los mares del Sur un pez espada crujía las aletas
cercenaba un abanico de atunes
sutil la neblina robando
la blanca carne de amor desguazada
De La almadraba se hicieron 177 ejemplares numerados, con fecha 22 de abril de 1986. A Juan Carlos Suñén debo esta publicación. Dos amigos de Barcelona, Concha García y José Ángel Cilleruelo, habían publicado en esta colección y me sugirieron que le mandara a Suñén unos poemas, a ver si le gustaban.
En los años siguientes seguí publicando cuadernos de tirada muy pequeña y primor editorial. En Málaga, Ángel Caffarena Such me editó Antinomia (una recreación de la muerte de Antínoo que no coincide con la versión ofrecida por Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano) y un pliego titulado Paseo por el Cementerio Inglés (fuimos a visitar juntos la tumba de Jorge Guillén, que se encuentra en este peculiar cementerio malagueño. Le envié el poema que había escrito con ese motivo y a vuelta de correo me mandó, como un regalo sorpresa, un pliego precioso con el poema impreso). Ambos se publicaron en enero de 1987. De Antinomia se publicaron cien ejemplares y de Paseo por el Cementerio Inglés cincuenta ejemplares numerados. Antinomia fue recogido años después en el libro Estelas.
De 1987 son los poemas de Reales e imaginarios, publicados en Palencia en 1993, en la colección Astrolabio. Se trata de una colección de ángeles “perversos” que llevan por títulos versos del poeta malagueño Rafael Pérez Estrada. La tirada fue de 400 ejemplares y, como la mayoría de mis cuadernos, hoy es inencontrable. Los poemas estaban dedicados, por este orden, a Juan de los Ángeles, José Ángel Cilleruelo, Manuel Ángeles Ortiz, Miguel Ángel Buonarotti, Ángel González, Ángel Ganivet, José Ángel Valente, Ángel Peralta, Ángel Caffarena, Ángel Crespo y Sor Ángela de la Cruz: una mezcolanza divertida, entre místicos, poetas, pintores, escultores, editores, ensayistas, e incluso un ángel rejoneador. Copio mi preferido a continuación:
EL ÁNGEL DEL TOREO TIENE LAS ALAS CARMESÍES
A Ángel Peralta
Bajo el pitón izquierdo ponme tus alas niñas
para bordar en hilo una rosa escarlata.
Rugen desde las gradas clarines y suspiros
por ver llegar la muerte cuajada de pañuelos,
arrebolado el aire en torno a su cintura.
Una jaca de nieve me enjareta de pronto
con su cálido abrazo de amorosa osamenta
pero tu piel menuda promete más caricia.
No temas a mi torpe semblante desalmado
y acércame sin sombra el beso traicionero,
la sangrante mejilla de tu espada anunciada.
Pondré sobre el albero un estertor granate
que contagie de gozo al circo enardecido.
Derecho hacia las tablas o el ardiente capote,
mi corpachón zaíno va buscando el sosiego;
burlando, fue burlado por tu diestra certera.
Con motivo de un recital que di en el Ayuntamiento de Almería, en 1988 se publicaron ocho poemas, Malos tiempos, recogidos en un libro de igual título muchos años después. Hablaré de ellos más adelante.
En Avilés (Asturias), Leopoldo Sánchez Torre me publicó en sus bellos Cuadernos de Cristal cuatro poemas que titulé Soldado raso, que formaban parte del libro Estelas. También de este libro desgajé el mismo año, 1990, diez epitafios que se publicaron en Málaga en la colección Plaza de la Marina, que dirigía el poeta Rafael Inglada, con una tirada de 125 ejemplares y un diseño impecable.
El libro Estelas no vio la luz hasta 1991, en la editorial Torremozas, de Madrid. En 1988 había obtenido con este libro una de las Ayudas a la Creación Literaria que concedía anualmente el Ministerio de Cultura. Me escribió Luzmaría Jiménez Faro, la directora de Torremozas, para invitarme a publicarlo en su editorial poco después de la concesión de la ayuda. Me parecía adecuado esperar un tiempo y buscar otras ofertas editoriales, pero no las hubo, y un par de años después acepté el ofrecimiento de Torremozas. Fue una edición muy bella y cuidada. Pese a ser una editorial de distribución nacional, jamás vi mi libro en las librerías gaditanas y apenas si salió alguna breve reseña en la prensa. Como yo siempre había editado en colecciones “raras” y “perdidas”, me sorprendió no encontrar respuesta a este libro y sufrí una fuerte desilusión.
Estelas es un libro sereno, estoico, clásico. Exceptuando el poema Antinomia, que es de 1983, fue escrito entre 1985 y 1988, al tiempo que escribía la primera versión de Malos tiempos y los poemas de Reales e imaginarios. Fue una época en la que disfruté muchísimo de la literatura y de la vida, aunque algunos piensan que no es fácil compaginarlas. Fueron los últimos años de la carrera, en la Universidad de Cádiz, y mi traslado a Sevilla, en 1987, con motivo del Doctorado. Recuerdo vivirlo todo con intensidad y pasión. Los días se me iban en leer, pasear, escribir, en citas amorosas, en cafeterías y parques, en congresos de literatura y exámenes universitarios ¡y aún tenía tiempo para todo! A veces no consigo entender cómo Estelas pudo ir creciendo en medio de ese desorden maravilloso que era mi vida por entonces...un libro tan sereno, estoico y clásico...
Siempre quise recrear personajes romanos, pero el ritmo de Felina calma y oleaje no servía, debía sosegar el verso, alargarlo, y a un tiempo ser capaz de quitarle todo lo innecesario, despojarlo de adjetivos y otros adornos retóricos. Para que lo exuberante desapareciera, comencé a escribir pequeños epitafios a la manera romana, intentando recordar los que años antes había traducido(en tercero de carrera, en la asignatura Latín Vulgar, tradujimos epitafios que me parecieron bellísimos por su sencillez y brevedad). Releí a Horacio, Virgilio, Ovidio, Eurípides, Esquilo, Suetonio... Todos mis clásicos preferidos volvieron a la mesilla de noche, para que los devorara en silencio. Supongo que a esto se le llama un crimen con nocturnidad y alevosía. En las navidades de 1987, en Sevilla, terminé de limar las cuarenta y cinco estelas y en los meses siguientes ultimé algunos poemas con la idea de presentarme a la convocatoria de Ayudas a la Creación Literaria del Ministerio de Cultura. Dudaba si presentarme con Estelas o con Malos tiempos, y finalmente me decidí por el primero. No sabía qué escritores formaban el jurado pero intuía que era mejor presentar un “libro serio”, formal. ¿Cómo iba a saber entonces que Malos tiempos se pasaría años y años en un cajón, esperando su momento? Nunca he sabido si me equivoqué en la elección. A veces la suerte de un libro depende de casualidad, azar. Presenté Malos tiempos a un importante concurso de Marbella (Málaga), pero quedó finalista: ni una bonita suma ni la edición en la editorial Visor, nada de nada, porque el ganador obtuvo tres votos y yo sólo dos. Lloré como una magdalena al enterarme.
Estelas me sigue pareciendo el más sereno de mis libros. Lo releo a menudo, cuando quiero huir del estrés y el ritmo trepidante de este fin de siglo. Algunos de los epitafios los he escrito para mí, adelantándome a mi muerte; otros los escribí para amigos.
I
Viajero que llegas de otras tierras
y pasas al lado de mi tumba,
detén tu litera y mira un breve instante
el mensaje que ha grabado el pedrero:
cuanto atesoré en vida quedó entre vivos,
la hierba que me cubre es toda mi riqueza.
II
Yace aquí la juventud de Antonia.
Vivió para amar al joven Nibes.
Sus pechos fueron flores de loto
que duran lo que un verano ebrio.
III
El muchacho que aspiraba a dominar
el orbe, aquí yace desnudo.
Su espada fue enmoheciéndose con humus
y hoy sólo serviría de vulgar chatarra.
X
Caronte cogió la moneda colocada
en mis labios. No debió parecerle
oro suficiente para el largo viaje.
Por un momento temí que el viejo avaro
se negara a remar por tal miseria.
XII
En vida, mi gentil pecho llevó tatuado
un nombre de mujer, más indelebles
sus sílabas cuanto más pronunciadas.
Murió el amor y su fantasma quedó
aferrado a mis huesos. Me pregunto
qué será del tatuaje cuando en polvo
finalmente mis huesos se conviertan.
XV
Coronado de rosas y jazmines,
bajo el sol radiante de agosto,
la blancura del mármol juega
a imitar la nieve perpetua
de tus labios. Entre el invierno
y el estío hay una estación
–la añoranza–aún más dolorosa.
En el otoño de 1989 llegué a Lisboa con un maletón impresionante, dispuesta a pasar un curso en la Universidad gracias a una beca de la Fundación Calouste Gulbenkian. Si alguna vez me tocó la lotería, debió ser aquel año. Lisboa me pareció una ciudad maravillosa, tan provinciana, tan atlántica y húmeda, tan tranquila y lenta como el mismo Tajo. Malvivía en pensiones y cuartos alquilados, comiendo en la cantina universitaria y visitando a diario la Biblioteca Nacional, que es el paraíso más silencioso que conozco. En la primavera de 1990 escribí un precioso cuaderno de poemas, La casa amarilla, que fue publicado en el primer número de la revista gaditana Caleta (1985) con algunas erratas. Creo que esos poemas tienen el tono exacto de lo que supuso Lisboa en mi vida: soledad, melancolía, tristeza, sosiego, observación y ternura.
CONVERSACIÓN DE RUTINA
La vida tiene un precio aquí en Lisboa.
Miserable si quieres, pero dulce.
No podía ser otra la rutina,
el tono melancólico
que va adquiriendo la tarde.
Dentro de un tiempo recordarás, extraño,
estos días de calma y paciencia,
el miedo a estar solo por las calles
sin tabaco, sin rumbo, sin dinero.
Amores que la ciudad te ofrece,
mañana tendrán un aire distinto,
más herido e inútil, más sincero.
Ondulante, este tranvía conduce al río.
Allí nadie te espera ni despide.
Te pones a mirar los barcos
y los ojos te delatan como niños.
F.P.
Fernando Pessoa, miope, dibujado a dos tintas
en el billete arrugado con que compro la prensa.
Cien escudos su alma,
no más que cien escudos, lo justo
para un café y un bollo,
algunos cigarrillos o un billete de eléctrico.
Fernando Pessoa, sé que sonríes
cuando saco tu billete y lo beso
como novia que despide a su amado.
Tu cabeza vale hoy cien escudos
y mañana quién sabe.
Todos los poetas debieran nacer en Wall Street,
ser moneda fuerte en el mercado bursátil.
De nuevo he traicionado tu amor.
Te he vendido como un judas cualquiera
por un café caliente. Esta tarde
besé tu mejilla
antes de darte al enemigo.
BIBLIOTECA NACIONAL
Llegas. Te acomodas blandamente.
Toda la tarde por delante y un anochecer
de neón, quietud, abandono.
Tardarán treinta minutos en servirte
el ejemplar solicitado.
Intentas mirarte desde lejos
y componer la escena. ¿Acaso eres
esa melena sin orden, ese bolígrafo
cargado de deseo?
¿Acaso la mujer que juega
a entretener las horas?
¿Es posible perder maravillosas
tardes de oro lejos del bullicio
de los cafés y el centro?
¿Qué te lleva un día y otro
de Marzo a esta sala?
Por fin llega. Es arrojado
a la mesa como un cadáver
y al calor de tus manos
sientes que resucita.
Demasiado fácil. Treinta minutos
para obtener un íntimo contacto
con la piel de Cesáreo Verde.
A partir del otoño de 1990, año en que gané las oposiciones a profesor de enseñanzas medias, mi vida literaria se resintió bastante. Perdí el interés por la lectura y apenas si escribía. La publicación de Estelas (1991) coincidió con esta etapa de apatía y desinterés literario. Dejé de cartearme con muchos de los poetas que antes llenaban mi agenda y mis tardes, me aparté de los grupos literarios, dejé de visitar librerías y bibliotecas. Raras veces escribía poemas y los olvidaba en carpetas que iban de casa en casa, sufriendo múltiples traslados de viviendas de alquiler en esos años. Algunos se perdieron en el camino, otros se sumaron al corpus inicial de Malos tiempos. En 1993, unos amigos de Palencia me pidieron poemas para publicar un cuaderno y les mandé Reales e imaginarios, ya comentado, pero mi interés por publicar era muy escaso. Las cartas de otros poetas dejaron de llegar a mi buzón, y a cambio llegaban innumerables facturas. Llegué a pensar que por fin había superado el “sarampión poético”, pero no por ello sentía alivio, sino un vacío tremendo, una tristeza sin fondo.
Después de unos años en Algeciras y Sevilla como profesora de Lengua y Literatura Española, me dieron plaza en San Fernando. Volver a Cádiz me parecía extraño después de seis años de ausencia. De mis amigos poetas, algunos quedaban en la ciudad: Rafael Ramírez Escoto, Juan José Téllez, Manolo Ruiz Torres, José Manuel Benítez Ariza, Jesús Fernández Palacios. Conocí a José Manuel García y Alejandro Luque, que acariciaban la idea de retomar una revista literaria, Caleta. Me animaron a participar y poemas míos salieron en el primer número. Esto me estimuló bastante para salir de la apatía literaria en que vivía, y por esa época decidí mover Malos tiempos, sacarlo por fin de la carpeta en que dormitaba. Lo presenté en 1996 al premio “José Manuel García Gómez” y vio la luz un año más tarde como ganador, publicado por una librería de la ciudad, Quórum. Desconozco cuál fue la tirada de este libro, pero quedó tan hermoso que todo es perdonable. Yo misma elegí la portada y el diseño corrió a cargo de Padilla, librería sevillana. Después de tantos años parecía un sueño. Se compone de treinta y cinco poemas, escritos entre 1985 y 1995. El libro se divide en tres partes (Malos tiempos, Tiempos difíciles y Tiempos modernos) que van encabezadas por una “declaración de intenciones”.
DECLARACIÓN DE INTENCIONES
Entiendo la poesía como un ocio elegante,
irónico y perverso, un lujo desfasado
en el que se refugian algunos solitarios.
Un poeta de oficio nunca soy ni seré.
Detesto los horarios, la obligada rutina
que convierte al poeta en un vil funcionario.
Sólo escribo poesía cuando no hay más remedio
y siempre, en ese caso, hago trampas al juego.
Escribo por capricho, por celo, por hastío,
por pasión reincidente, por humor, por dinero,
por despecho, por vicio, por obtener la dosis
de ternura y crueldad que requiere mi vida,
o tal vez por motivos de amor inexplicables.
Las historias que cuento, ¿a quiénes interesan?
A unos pocos amigos y a algún lector amable
que me sigue hace años, pendiente de mi juego.
Escribo -lo confieso- sólo para mí misma,
sin preocuparme apenas de la fama, la corte,
el mundillo y los chismes que sobre mí se cuentan,
sin pensar si a otros gusta; gustándome a mí, basta.
He aquí mis intenciones: si puedo, divertirme
a costa de la lírica, sentimental a veces,
frívolamente otras, pero siempre consciente
de aborrecer las reglas que marcan este juego.
Jugar era la esencia del libro. ¿Qué mejor juego que el del amor? Los personajes van desfilando, como en un circo, con juegos de equilibrio, juegos malabares, doma de felinos y toda suerte de piruetas peligrosas. Abundan los amores canallas, los bares a altas horas, automóviles a gran velocidad, casinos y ruletas -dado que el amor es un naipe por el que se apuesta alto- , barras de labios y lencería perversa. Como en las mejores películas de Hollywood, las escenas de güisqui y ginebra se combinan con rubias platino y cigarrillos de humo eterno, y no falta el dinero fácil, las apuestas y la complicidad de la noche. El héroe (que es, justamente, todo lo contrario: el perfecto antihéroe) siempre está solo. El amor nunca acaba de redimirle y ha de olvidar sus pecados en algo de alcohol, o volver a intentarlo. Una y otra vez los personajes caen vencidos, los poemas se burlan de ellos y el lector –supongo– termina por cogerles cariño, por vivir con ellos, muy de cerca, sus peripecias. Tanto crimen pasional puede parecer exagerado, pero a mí me encantan los extremos. Muchos de estos personajes hablan de mí y al mismo tiempo me inventan en el papel de mujer fatal, hombre mujeriego o abandonado, chica ingenua, voyeur o confidente.
Los poemas, en el fondo, no hablan de amor sino de desamor, de soledad, de ilusiones perdidas y desaliento, de la rutina en la ciudad, del pequeño tramo que separa la dicha de la desdicha. Historias reales o fabulosas, ¿qué más da? El amor es una ilusión, una pasión que dura apenas tres días muy intensos, un ser caprichoso y poco piadoso con sus víctimas. Nunca volveré a escribir un libro tan intenso y divertido, y a un tiempo tan triste, tan descorazonador. Debe ser que en esos años sufrí mucho... de amor.
La continuación a Malos tiempos se titula No amarás y aún permanece inédita al día de hoy (verano de 2000). Como su título indica, todo es posible menos amar. A estas alturas, Freud diría que el amor es un tema fundamental en mi vida y en mi poesía; también los lectores se han dado cuenta. Lo malo es que leen los poemas al pie de la letra y se creen todo lo que les cuento. Me atribuyen todas las historias narradas, y eso que trato de engañarles, poniendo muchas historias en boca de un hombre. Un día me preguntó una lectora si era lesbiana , porque en un poema mío decía “la quise, sí, pero fue un sueño / amarla un grado más que a la ginebra”. No quise desanimar a tan amable lectora y le contesté que estaba dispuesta a experimentar nuevas emociones en mi vida. Otra vez, en una lectura, un oyente me preguntó si es verdad que los taxis de Nueva York olían tan mal (en un poema mío aparece “New York anochece temprano, / bostezando en el vientre de un taxi amarillo / que, hermano del infierno, sudoroso te ofrece / un olor vomitivo a semen y a tabaco”) ¿Cómo decirle que nunca había ido a Nueva York?
CENICIENTA IN THE NIGHT
La quise, sí, pero fue un sueño
amarla un grado más que a la ginebra,
pues todo asunto tiene sus distancias,
su puro y cristalino vaso de locura.
La quise, sí, y acabó pronto
en brazos de otro amante portuario,
más ágil que yo con la bebida,
más triste y quizá más renegado.
Qué habrá sido de ella, me pregunto.
A veces la imagino en una esquina
agitando el bolso igual que el alma,
borrándose el carmín con las farolas.
Soñará todavía con necios millonarios
que aparquen el capó justo en su acera
y la lleven a rugir a alguna fiesta
donde nunca, nunca den las doce.
SAFARI
Amores de un día a veces nos bastan,
como un paraje exótico al que nunca volvemos
mas queda en la memoria, intacto, indeleble.
Arrebatan la abulia del tórrido verano
que indolente dormita a la orilla del mar
y acometen con furia, inyectando al paisaje
una nube de agua, si breve y pasajera.
Acodado en la barra, el amor nos hostiga.
Lleva el rifle cargado de leves promesas
y burlón, despiadado, vulgar en sus gestos,
va ganando terrero con trampa o pericia.
Es perversa su lengua, su modal poco amable,
pero conquista el vaho feroz de sus ojos,
su disparo inmediato al menor movimiento.
Peligroso resulta visitar ciertos bares.
Aún así penetramos, el dedo en el gatillo,
en la innoble morada donde Amor abre fuego.
Abandónate, Adán, no repliques tu suerte.
Ni siquiera una tregua de honor te concede
el que tanto ha esperado y tan pronto abandona
tu carne ya usada, fiel a la selva.
LA RUTA DE LA SEDA
La vida se nutre de amores cobardes.
Un sol sucede a otro, y así el mañana
llega por sorpresa, con la risa gastada
y un sabor a asignatura pendiente.
A veces lo intentas: mientes por enésima vez
a sabiendas que aquí tampoco encontrarás
el riesgo, la emoción, la pasión desatada,
y es que la vida en sí se te ha escapado.
Háblame de rutina y te diré: la conozco,
nada ofrece de nuevo, pero acompaña;
a medio camino entre argucia y decencia,
no desentona aunque a veces aburra.
La ciudad te cobija. Nadie diría que
tras haber sido amada tanto
tu corazón aún se halle intacto,
demasiado gastado de no usarse apenas.
AÑO NUEVO
Al volante, treinta y uno de Diciembre,
un cigarrillo en los labios al borde de las doce,
sin champán, sin mujeres, solo en la carretera.
Apaga la radio. Aparca. Se sosiega.
¿Para qué tantas prisas si ya es tarde?
A estas horas, Marlene, borracha, bulliciosa,
alternará en una fiesta de sociedad
con su largo vestido de satén y una perla
entre sus pechos. ¿Qué perfume llevará?
¿Arrastrará a algún hombre hacia la perdición?
¿Será ya medianoche en los relojes?
En la carretera
el tiempo se ha detenido
como un motor cansado de la vida.
Se quita el esmoquin, lo arroja a la cuneta,
así de fácil. Adiós, Marlene,
han aparcado tu corazón en medio del camino.
–Champán para Miss Cardwell– alguien ordena,
y al instante las copas centellean a su alrededor.
Qué hermosa resulta en medio de la fiesta,
sedienta y vibrante como una muchacha,
apenas enseñando un finísimo tacón.
Risas acá y allá, confeti flotando cual nieve,
gasas, lentejuelas y crujiente tul.
–Más champán, camarero, para Miss Cardwell.
Junto a un automóvil un hombre mira las estrellas.
Ha descorchado en silencio un nuevo año.
Una noche ideal para hundir el Titanic.
Como para Luis Cernuda, la experiencia vital me parece un ingrediente fundamental en el poema. Decía Cernuda: “Siempre traté de componer mis poemas a partir de un germen inicial de experiencia, enseñándome pronto la práctica que, sin aquel, el poema no parecería inevitable ni adquiriría contorno exacto y expresión precisa” ( “Historial de un libro”, en Poesía y Literatura, Barcelona, Ed. Seix Barral, 2ª ed. 1965, pág. 271). Sin embargo, aunque el poema surja de una vivencia, no lo concibo como un diario en que todos los datos sean rigurosos y ciertos, concepto éste que tiene de su poesía Pablo García Baena (“El arte es más largo y además no importa”, en Fin de Siglo, nº 11, Jerez de la Frontera, marzo 1985, pág. 6).
Escribir supone para mí una extraña simbiosis de gozo y dolor; terminado el poema, suelo sentir un placentero sosiego y olvido fácilmente los momentos angustiosos que he vivido buscando las palabras precisas, unidos a una sensación plena de felicidad. Si el poema queda a medias, sin encontrar su cauce, la frustración es tremenda. Significa no haber hallado las palabras buscadas, haber perdido la batalla. Si el poema se resiste demasiado, prefiero tirarlo a la basura a estar meses y meses luchando con tozudez.
Trabajo irregularmente. Puedo escribir varios poemas en una tarde o no escribir nada, absolutamente nada, durante meses. Pasado un tiempo, releo los poemas últimos. Cuando corrijo suelo meter demasiado la tijera, pero siempre es bueno eliminar la hojarasca o cortar por lo sano algún que otro verso ridículo, de esos que se escapan sin tú quererlo. Desbrozar la maleza permite ver con más claridad el resto. Y aún así todavía queda mucha maleza en mis poemas.
Mi última publicación se llama Islas. Se trata de un cuaderno de diez poemas que acaba de publicar la editorial conquense El Toro de Barro, bajo la dirección de Carlos Morales. A una larga amistad se une que es el único editor dispuesto a apostar por mí. En la nota a la edición ha escrito: "Si algo queda claro en la obra literaria de Mercedes Escolano (...) es que el mar ha sido para ella lo que pueda ser el aire para el fuego: la vida. Sobre él (...) ha construido los rostros simbólicos de una experiencia interior que, en palabras de Ángel Crespo, reprodujo siempre, y sin vacilaciones, el viejo drama atemporal y universal del mito de Eros y de Anteros: la destrucción y la creación, el erotismo y la perversidad, el drama del amor, y de la vida, y de la muerte". Con uno de estos poemas me despido.
LA ISLA DE LAS MUJERES
Cuando al amanecer, calmados los vientos
que horas antes agitaban las jarcias,
los tripulantes decidieron dirigirse a la isla
en busca de agua y provisiones,
eligieron una bahía serena y recogida
para desembarcar. Ya en tierra firme,
sobre cada uno de ellos se abalanzaron
más de cien mujeres, y cada una
se disputaba al hombre elegido,
y los hombres, exhaustos,
obligados a gozar sin parar
de todas y cada una de las hembras,
morían con los ojos en blanco.
Mercedes Escolano
Cádiz, agosto 2000
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QUERIDO LECTOR...
Saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua. (Don Quijote, II, XXXII)
Puerto de Santa María, Octubre 2004
Querido lector:
Han pasado varios años –cuatro, exactamente– desde que escribí la poética que acabas de leer. En este tiempo mi vida docente ha seguido empeorando (cada vez llevo peor gastar mi tiempo y mi energía con alumnos no dispuestos a aprender), he perdido a mi padre en 2002, se han publicado un par de libros míos (No amarás, Islas) y se han reeditado otros dos (Malos tiempos, Estelas). En varias carpetas descansan muchos inéditos, que no tienen prisa por salir del útero cálido del cajón. Tampoco yo les insisto, porque detesto las prisas.
Mirar hacia atrás y recordar fechas y datos me cuesta mucho trabajo, pues mi memoria es escasa y caprichosa (demasiado selectiva, me temo, y demasiado irónica), pero lo intentaré de nuevo con el propósito de actualizar estas páginas.
En 2001 se publicó No amarás en la colección de libros de bolsillo de la Diputación Provincial de Cádiz. Muchos de los autores de esa colección son poetas gaditanos amigos míos, y pese a que la difusión es escasísima acepté dar mis poemas para formar parte de las “glorias” locales. Por supuesto, no tenía ninguna tentadora oferta de alguna importante editorial. Es penoso que las instituciones (ayuntamientos, diputaciones, universidades, cajas de ahorro, bancos...) publiquen libros que se morirán de asco en los sótanos, rodeados de toneladas de papel impreso “inútil”, pero ya conocía esa sensación de muerte y absurdo (Felina calma y oleaje es prueba suficiente de ello), así que no me he llevado ninguna sorpresa. Resulta patético que al hecho de abandonar un libro en el silencio se le llame potenciar la cultura. Sin una buena distribuidora, un libro es un producto muerto desde el día en que nace.
Los poemas de No amarás fueron escritos a lo largo de varios años. Los que aparecen agrupados bajo el título La casa amarilla los escribí en Lisboa durante la primavera de 1990 y fueron publicados con algunas erratas en el primer número de la revista gaditana Caleta (segunda época) por Mané García y Alejandro Luque. A estos poemas les tengo un cariño muy especial y sigue gustándome leerlos en público, pues son muy visuales y descriptivos. Un segundo apartado del libro se titula Vasos comunicantes y reúne poemas de 1988 y 1989, un par de años muy intensos en los que compaginaba mis tranquilos días gaditanos con los días más ajetreados de Sevilla, como estudiante de Doctorado en la Facultad de Letras. El tercer apartado del libro reúne poemas escritos a finales de los noventa (1997-2000) bajo el título de La condición humana.
No amarás habla del desencanto, de la desilusión que sigue al amor. Aquellos personajes apasionados y trepidantes de Malos tiempos se han apaciguado y enfriado, su mirada es mucho más racional. Envueltos en la rutina, el aburrimiento, el cinismo incluso, han aprendido a pasar desapercibidos en la ciudad, a no hacerse ilusiones, a no buscar el amor (es evidente que huyen de él para no sufrir). Atrás han dejado la pasión, el riesgo. Ahora su mirada es crítica, desencantada. Se nota que los años han dejado huella. Estos personajes han madurado sin encontrar la felicidad y se mueven en medio del absurdo, de espaldas a las ilusiones que en un pasado los alimentaban. Son escépticos, ególatras, lúcidos, y sin embargo vulnerables, sentimentales, llenos de ternura, pues no han conseguido inventar una coraza que los cubra por completo y los proteja. No actúan, más bien se limitan a observar la vida de la ciudad sin participar en ella.
Entre otros, se trata el tema del doble, que tanto me interesa, y la diatriba entre Vida y Literatura. Los títulos son muy evocadores (muchos de ellos han sido usados por otros escritores) y hay varios homenajes literarios fácilmente reconocibles.
LA CASA AMARILLA
Sórdidas pensiones, estancadas al amanecer.
Con la nariz fría y las manos aún
más frías, mi amor con todo el pelo frío,
a un lado un lavabo de loza desportillada
y un agua más fría que mi propio amor.
Pensiones, quién os viera de mañana,
los visillos echados sobre el vidrio torpemente,
lejos ya del rubor, la cama revuelta,
un sudor barato y gratificante.
Mi amor se ha puesto torcidas las medias.
Tiembla su pequeño cuerpo de niña,
su cinturita que cabe en mis manos.
Aun con los ojos sucios, qué hermosa
me resulta, más delgada que ayer.
Las doce menos cinco en mi reloj.
SORTILEGIO
Soy un hombre indolente. Veo pasar las nubes
grises sobre el cielo gris. Apuro las últimas caladas
y arrojo finalmente la boquilla sin mirar
si alguien cruza en ese instante la calle.
Por la ventana abierta llegan débiles conversaciones,
risas mezcladas con el ronco motor de los autos.
La gente se divierte, cualquier motivo basta.
Se nota que ha empezado el otoño por el montón
de algas que ha arrastrado la marea. El poniente
se adueñó de la ciudad y es húmeda la noche.
También las nubes parecen darse cuenta del cambio
y atraviesan el cielo más de prisa, inquietas,
como si quisieran recogerse temprano
o llegar a tiempo a una ciudad del Norte.
Vivo en un edificio de las afueras,
en una ventana como tantas otras ventanas.
Observo a los vecinos sin calor ni nostalgia.
Temen quedarse a solas con la noche
y no saber qué hacer con sus cuerpos.
Diariamente recuento las bombillas de la calle,
me pertenecen todas esas luces insignificantes.
A MEDIAS
Mi doble se sienta en los cafés del puerto
tranquilamente a esperar
que los barcos descarguen.
Observa con desdén los movimientos
de la grúa, su ir y venir entre fardos.
Ojea los titulares de la prensa,
le aburre el texto. Apura el café
y algunos cigarrillos con las piernas cruzadas.
Las horas pasan lentas para mi doble.
La observo desde el barco
con interés y hastío.
Tanta indolencia en una muchacha
podría albergar sospechas, si no fuera
porque atentamente vigila
todos y cada uno de mis gestos.
Compaginé la escritura de Islas (1997-2001) con la tercera parte de No amarás y un par de libros inéditos: Caballo de cartón, Placeres y mentiras. Puede parecer caótico este sistema, pero no lo es. Dependiendo del tema y del tono empleados, sé perfectamente a qué carpeta irá a parar cada poema, así que no se crea conflicto. Todo está ordenado, clasificado. Yo simplemente voy esperando que “lleguen” las ideas, igual que un cazador que se apostara con su escopeta cargada a las espera de una bandada de aves que antes o después cruzará el cielo.
Islas (Ediciones La Palma, Madrid, 2002) me parece un libro delicado, sutil, sugerente, posiblemente el más lírico de mis libros. Las islas reales (o sea, las geográficamente existentes) se mezclan con islas cargadas de fantasía, que no podemos encontrar en los atlas o que han sido adornadas con mitos paganos y fábulas literarias. En total se reúnen treinta y ocho islas, de las cuales las diez primeras fueron publicadas en un bellísimo pliego doble por la editorial El Toro de Barro, de Cuenca, en 2000. Son muchos los libros que me han sugerido o servido de fuente para escribir estas islas, en su mayoría novelas de aventuras, libros de viajes o diarios de navegaciones árabes. Algunas de las islas previstas se quedaron en intentos que no llegaron a cuajar; por ejemplo, la isla en que sobrevivió Crusoe, la Isla Tortuga, la isla de Peter Pan... pero tal vez en un futuro la colección se amplíe. Un par de amigos escritores, Manuel Moya y Vicente Vegazo, han escrito islarios hermosísimos (¡algunos poemas suyos hacen referencia a otros míos, incluso!) y hemos decidido hermanarnos e inventar una isla que sea metáfora de nuestras vidas. A los tres nos fascina el tema, evidentemente.
Elsa López, la directora de Ediciones La Palma, se enamoró de mis islas no más leer el pliego de 2000 y me pidió que ampliase la colección con la idea de formar un libro. Nunca he sabido escribir por encargo y le dije que me era imposible, que no creía que pudiera hacerlo. El caso es que, sorprendentemente, en un par de años fui capaz de escribir un buen número de ellas y hacer realidad su sueño. La edición quedó preciosa, tan elegante y sencilla, que lloré de emoción al recibir los primeros ejemplares. Este libro ha surgido gracias a Elsa, que ha confiado en mí y esperado a que navegara por mares interiores, esos mares íntimos que también huelen a sal y yodo.
LA ISLA DE SAL
Las casas y las cúpulas son blancas,
tersas y brillantes desde el horizonte.
Quienes dirigen sus miradas hacia la ciudad
cegados quedan momentáneamente,
como si mirasen directos al sol poderoso.
Cuanto más se acerca el barco
más se aleja la isla,
siempre inaccesible.
Finalmente, los hombres apartan los ojos
hacia otra ruta, vencidos
por la montaña mágica.
LILIPUT
El corazón del hombre es endeble.
Vanidad y temores sin fin
se dan cita en la casa del hombre.
Pequeñas son sus puertas y ventanas.
Una isla puede reunir cuanto anhelas.
Tantos lujos ofrece que no abandonarías
la arena dorada de sus playas.
Pero has despertado del sueño
y descubres el tamaño real de la vida.
El odio te convierte en náufrago de nuevo.
CERDEÑA
Recogíamos sal
aquella mañana de verano
en medio de una luz cegadora.
Montañas simétricas
iban creciendo acá y allá
como velas desplegadas de un barco.
¡Quién surcara con ellas
el mar!
¡Quién dejara atrás
los esteros!
Las gaviotas rozaban con sus alas
la blanca espuma apilada
en las vagonetas
y a lo lejos,
con ojillos inquietos,
reverberaba un mar antiguo.
Los lectores, algo desconcertados, me preguntan qué voy a publicar a continuación, pues comprueban que no sigo una única línea sino rutas diversas. No trato de sorprenderlos. Trato de escribir sobre los temas que me interesan, retomando incluso temas que ya he tratado en libros anteriores pero que vuelven a seducirme. Cuando no tengo nada que contar, callo. Cuando algo me obsesiona, escribo. No hay más vueltas que darle. El afán de originalidad no me interesa en absoluto, pues parto de la idea de que todo ha sido ya contado con formas muy bellas. Lo único que puedo aportar es un tratamiento subjetivo, un enfoque personal, pero no creo que mejore lo ya dicho. Me considero un eslabón de la cadena. Me gusta colaborar en este proceso creativo que denominamos Literatura, aunque sé que podría prescindirse completamente de mí.
Cuentan que Balzac necesitaba manzanas para inspirarse, que Pedro Salinas sólo escribía en tinta verde, que a Valle-Inclán, Onetti y Proust les encantaba escribir tumbados en la cama. He escrito en sitios de lo más diverso, sin preocuparme en esos momentos por la comodidad, la falta de ruidos o una iluminación adecuada. Cuando escribo me concentro tanto en esa labor que el mundo circundante casi desaparece. No tengo ninguna manía de escritor: una mesa especial, una pluma determinada, un horario marcado, una prenda de vestir o un objeto que me estimule, una música o un color que relacione con la escritura... más bien soy un escritor todo terreno, que considera que cualquier sitio es bueno cuando siente ganas de escribir. ¡Cuántos poemas han nacido en mi banca de instituto, en cafeterías cargadas de humo, en incómodos trayectos de autobús o tren, en los bancos solitarios de los parques! Tampoco he tenido nunca una pluma preferida. Confieso que me encanta el bolígrafo Bic Cristal desde mi tierna infancia, pero un objeto tan barato y vulgar no parece prestigiar a quien lo usa. Me gusta esa marca porque la tinta brota con generosidad y su punta redonda resbala suavemente sobre el papel sin arañarlo ni chirriar. Y si el papel es satinado, resulta inmejorable. En cuanto a las horas elegidas, al atardecer me encuentro más sugerente, lúcida y evocadora, mientras que por las mañanas me hallo torpe y lenta de reflejos. No acostumbro a escribir por las noches pues duermo profundamente y raro es que sufra episodios de insomnio. A veces me acompaño de café o vino, pero puedo prescindir de ello. Tampoco relaciono el acto de fumar con el de escribir (recuerdo épocas en las que fumaba pero no escribía, o a la inversa). Mi sistema es simple: escribo sólo cuando me apetece, cuando siento esa necesidad –tan placentera y a un mismo tiempo tan dolorosa–. Tengo una pésima memoria, así que si no escribo los versos que van surgiendo me es imposible recordarlos más tarde. Por eso suelo llevar papelitos en el bolso. ¿Puedes imaginar qué vergüenza siento cuando alguien encuentra esos papelitos? Son pura intimidad, garabateados a toda prisa con mi letra afilada.